Cristo dice: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios’. ¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza (San Gregorio de Nisa)

Reconozco que la fiesta de la Ascensión del Señor me desconcierta. Jesús se va al cielo. Hay como una cierta sensación de orfandad. Es cierto que cumplió su promesa de enviarnos el Espíritu Santo. Es verdad que nos ha dicho que volvería al final de los tiempos. Sin embargo, a pesar de esto, parece como si Dios nos hubiera abandonado.

El cielo nos queda tan lejos. No hay redes sociales que nos pongan en comunicación con el paraíso. Nos gustaría una comunicación ágil, rápida, inmediata. Nos gustaría que nuestras oraciones se respondieran al momento, casi como si estuviéramos chateando con nuestros amigos.

Algo parecido les debió suceder a los apóstoles cuando, en el momento de la ascensión, se quedaron mirando al cielo. No debían saber muy bien lo que eso significaba. Después de la muerte, ver a Jesús resucitado fue algo sorprendente, sobre todo cuando pensaban que todo había terminado. Ahora, se va. Han quedado tantas preguntas sin respuesta.

Santo Tomás de Aquino, en su catequesis sobre Credo, dice que la ascensión fue sublime, razonable y útil.

Sublime porque subió al cielo. Quien asciende no es el Verbo, sino Cristo, el Verbo encarnado, muerto y resucitado, es decir, que se consuma la reconciliación entre Dios y el hombre. Ya no hay oposición entre carne y espíritu. El hombre formado de barro de la tierra, ha llegado en Cristo a la imagen y semejanza de Dios. El hombre redimido por Cristo es, de nuevo, dueño de la creación. Y por esto, dice Santo Tomás, está sentado a la derecha de Dios: … en cuanto Dios, estar sentado a la derecha del Padre significa ser de la misma categoría que Éste; en cuanto hombre, quiere decir tener la absoluta preeminencia[1].

La ascensión es razonable. ¿Por qué dice esto Santo Tomás? Posiblemente extrañe a quienes se empeñan en separar fe y razón. El Aquinate recurre al evangelio de San Juan: Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo, y voy al Padre (Juan 16, 28). Es decir, el cielo era el lugar del que procedía el Verbo, por tanto era lógico que regresara al lugar que le era debido por naturaleza. El cielo, además, era el premio por su victoria sobre el pecado y la muerte; y era la respuesta a su humildad. Aquel que se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz… Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre (Filipenses 2, 8-9).

Cristo, en su ascensión, nos muestra aquello a lo que estamos llamados: ser en plenitud hijos de Dios. Nos enseña que somos peregrinos. Hemos salido de las manos de Dios y estamos destinados a volver a Dios. En la ascensión comprendemos cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos… (Efesios 1, 18-19).

Y, por último dice Santo Tomás, la ascensión fue útil. Ascendió al cielo para guiarnos. Cristo es camino que conduce al Padre. Intercede por nosotros ante el Padre. Es Sacerdote que ora por nosotros y ora en nosotros. Así tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo (1 Juan 2, 1). Y es útil para atraer hacia sí nuestros corazones. Así descubrimos que donde está nuestro tesoro está nuestro corazón.

La ascensión, en definitiva, nos da la posibilidad de mirar el mundo y a nosotros mismos con una mirada nueva. Nos permite superar una visión de la vida puramente horizontal, plana. Si voy andando por un camino llano, no puedo ver todo lo que hay a mi alrededor, no tengo perspectiva para contemplar el horizonte. Necesito subir a un sitio elevado. Entonces la mirada se ensancha, cobra amplitud. Así nos sucede con nuestra propia vida. Cuando buscamos un porqué, hay que mirar desde Dios, desde lo alto, para retomar la dirección correcta y encontrar el sentido. Con Cristo, que está sentado a la derecha del Padre, puedo contemplar mi vida desde Dios.

Estamos sometidos a tales embates, a tales cambios de opinión, de criterios, de orientaciones, que acaba uno por desorientarse. Es necesario de vez en cuando asentarse un poco para encauzar y decir: Este es el camino de mi vida. El sentido de mi vida es esencialmente una abertura hacia Dios, que ha de ser el que dé el significado a cada uno de los pasos de mi existencia[2].

 



[1] Santo Tomás de Aquino, Opúsculos y cuestiones selectas IV, 996.

[2] Luis Mª. Mendizabal, Entrañas de misericordia, 10-11.