La conciencia no es una especie de egoísmo previsor ni un deseo de ser coherente con uno mismo; es un Mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige mediante sus representaciones (Cardenal Newman)

En enero de 1875 John Henry Newman publicaba Carta al Duque de Norfolk. Era una respuesta a un folleto publicado, el año anterior, por el político liberal William Gladstone. Éste acusaba a los católicos ingleses de estar sometidos a la autoridad del Papa, hasta el punto de afirmar que los católicos eran esclavos mentales y morales. Newman respondió con una encendida defensa de la conciencia.

Unos años antes, el Concilio Vaticano I había definido la infalibilidad pontificia. Por eso Newman se empeñó de un modo especial en explicar que esa declaración no significaba, en modo alguno, el sometimiento de la conciencia. En su escrito al Duque de Norfolk hizo una afirmación que se ha convertido en lugar común:

En caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa –desde luego, no parece cosa muy probable-, beberé ‘¡Por el Papa!’, con mucho gusto. Pero primero ‘¡Por la conciencia!’, después ‘¡Por el Papa!’[1].

Frente a la declaración relativista que dice: “la libertad os hará verdaderos”, una correcta comprensión de la conciencia se basa en el principio evangélico: la verdad os hará libres (Juan 8, 32). Sólo cuando se tiene como centro del pensamiento la verdad, es imposible que haya oposición entre conciencia y autoridad, porque ésta se fundamenta en la primera.

La conciencia implica más bien la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; entraña la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la intimidad del hombre y la verdad que proviene de Dios[2].

Todos nacemos con una conciencia moral, igual que nacemos con razón. Esa conciencia es la disposición a adquirir las nociones morales de bien y mal. Por eso es fundamental una correcta educación moral, que lleve a formar una conciencia recta y verdadera. Pero esto, ¿cómo se logra?

En primer lugar con la formación y la reflexión. Lo primero nos ayuda a conocer el bien y el mal, a elegir lo bueno y actuar según la recta razón. La reflexión hace a la persona responsable de sus actos y a actuar en verdad. En esta tarea, el Espíritu Santo, que asiste con sus dones, tiene un papel importante.

Después, es importante la sinceridad con Dios y con uno mismo. Sólo cuando actuamos con sinceridad habrá rectitud, en consecuencia uno puede reconocer el mal y cambiar. Se trataría, entonces, de no escondernos ante Dios ni engañarnos a nosotros mismos.

En tercer lugar, el examen de conciencia, que no es simplemente una reflexión personal, tampoco se trata de planificar una estrategia de actuación. El examen de conciencia es, como su nombre indica, confrontar nuestra vida con la Palabra de Dios. Evaluar si mi actos son conformes a la voluntad divina.

También es importante el acompañamiento espiritual, que es un elemento en la formación de la conciencia, pero ni puede anular la propia conciencia, ni la puede suplantar, ni evita la responsabilidad de los propios actos. Es una guía que nos ayuda en las dificultades y a orientar nuestra vida, siempre, a la luz de Dios. Es una compañía en el camino de identificación con Cristo.

Cuando el hombre actúa según la rectitud y verdad de la conciencia, la obediencia a la ley de Dios, no es una imposición o una carga pesada. El cristiano no cumple la norma moral porque debe hacerlo o porque se lo mandan. Obra porque sabe que actuar así es un bien, porque lo hace según la verdad que está inscrita en su corazón.

         En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y hacer el bien y evitar el mal… El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón… La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella[3].

[1] John Henry Newman, Carta al Duque de Norfolk, 82.

[2] J. Ratzinger, Lección Magistral. Universidad de Siena (1991).

[3] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes 16.