Desde hace semanas se está hablando de la construcción de un Eurovegas en Madrid o en Barcelona. Según el portavoz de la empresa que lidera este proyecto, Las Vegas Sands, el juego ocupará un 2% del desarrollo. Habrá una inversión de 17.000 millones de euros. La previsión de creación de empleo será de unos 260.000 puestos de trabajo. Y el conjunto de actividades podrá atraer a once millones de turistas en quince años. Ante un proyecto así, que podría dar trabajo y todo lo que esto conlleva a tal cantidad de personas, quién puede negarse.
 
Por todo eso, soy consciente de que, al escribir este post, me puedo meter en unos jardines peligrosos. Sin embargo, este proyecto me crea alguna duda: ante la crisis, ¿todo vale? Es decir, cualquier solución legalmente posible, también lo es desde el punto de vista ético.

Me llama la atención que, quienes se oponen al proyecto, por ejemplo la plataforma “Eurovegas, no”, lo hacen por las ventajas fiscales que esta empresa norteamericana puede tener, y porque, según dicen, se podrían violar los derechos de los trabajadores. Pero, a día de hoy, nadie, al menos que yo sepa, se ha manifestado en contra, por las consecuencia éticas que todo esto pueda tener.

Evidentemente, nadie puede negar que es un bien para una ciudad en particular, y un país en general, que haya inversores que creen puestos de trabajo y atraigan el turismo. Ahora bien, ¿a costa de qué? ¿qué precio moral hay que pagar? Si pensamos que un proyecto así es la solución, o al menos parte de ella, reduciríamos la crisis a un problema económico. Entonces, efectivamente, la solución sería puramente técnica. Sin embargo, estoy convencido de que esto no solucionaría la crisis profunda que ha causado esta situación.

Bastaría con recordar lo que sucedió a principios de siglo veinte. Stefan Zweig narra, en sus memorias, el entusiasmo y optimismo con el que se vivía en aquella Europa. Se había fortalecido la economía, se producían grandes avances técnicos, facilitados por nuevos descubrimientos científicos. Las naciones habían comenzado una carrera que parecía imparable.

El progreso se respiraba por doquier. Quien se arriesgaba, ganaba. Quien compraba una casa, un libro raro o un cuadro, veía como subía su precio; con cuanta mayor audacia y prodigalidad se creara una empresa, más asegurados esteban los beneficios. Al mismo tiempo una prodigiosa despreocupación había descendido al mundo, porque ¿quién podía parar ese avance, frenar ese ímpetu que no cesaba de sacar nuevas fuerzas de su propio empuje? Nunca Europa fue más fuerte, rica y hermosa; nunca creyó sinceramente en un futuro todavía mejor…
[1].

Y, a pesar de todo esto, a pesar de que en aquel momento Europa parecía ser el Titanic, al que nadie podía hundir, nada evito que se produjeran dos terribles guerras mundiales con una diferencia de veinte años.

No pretendo ser profeta de calamidades. Tampoco quiero decir que cualquier tiempo pasado fue mejor; o que el progreso nos ha traído desgracias. No. No se trata de eso. Lo que afirmo es que la crisis que estamos viviendo es una crisis ética. Se ha perdido la razón que ponía límites a un afán desmedido por ganar, convirtiendo el dinero en un fin en sí mismo. Cuando esto sucede se pierde la dignidad de la persona humana, reduciéndola a un mero objeto; o convirtiendo el fin, esa dignidad, con todo lo que esto conlleva, en un medio. Dicho de otra forma, se ha perdido el sentido trascendente de la persona humana, reduciéndola a pura materialidad. Entonces, como explica Benedicto XVI, los costes humanos son siempre también costes económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos[2].

Vayamos al caso más concreto del juego. Sobre esto el Catecismo de la Iglesia Católica  dice:
Los juegos de azar (de cartas, etc.) o las apuestas no son en sí mismos contrarios a la justicia. No obstante, resultan moralmente inaceptables cuando privan a la persona de lo más necesario para atender a sus necesidades o las de los demás. La pasión del juego corre peligro de convertirse en una grave servidumbre…[3].

Cada uno es responsable de sus propios actos. El pecado siempre es personal. Esto me parece evidente. Y si una persona adicta al juego gasta su dinero, es responsabilidad suya. Ahora bien, esto puede traer consigo una cooperación al mal, la solidaridad en el pecado, que, bien por acción o por omisión, conlleva una responsabilidad en los pecados cometidos por otros. Es decir, se pueden buscar soluciones a la crisis que generen círculos viciosos. Así, el afán desmedido por ganar dinero provocaría que otros cometiesen pecados, en este caso, contra la justicia.

Los pecados provocan situaciones sociales e institucionales contrarias a la bondad divina. Las “estructuras de pecado” son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer el mal. En un sentido analógico constituyen un “pecado social”
[4].

Entonces, ante la situación de crisis económica, ¿vale todo? No, porque no todo lo que es técnicamente posible, desde el punto de vista económico o legal, es ético. Igual que se pueden crear círculos viciosos, las soluciones tienen que crear círculos virtuosos que se basen en el principio de solidaridad y en la caridad. Las soluciones tienen que partir de la verdad del hombre, en sus distintas dimensiones. En consecuencia deben pasar por una visión integral de la persona humana.

El saber humano es insuficiente y las conclusiones de la ciencia no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad. Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor[5]


[1] S. Zweig, El mundo de ayer, 249.
[2] Benedicto XVI, Caristas in veritate, 32.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 2413
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, 1869.
[5] Benedicto XVI, Caristas in veritate, 30.