No sólo por un sentimiento de gratitud hacia todos vosotros, queridos benedictinos del monasterio de Silos, sino por imperativo de justicia, os envío esta postal sonora desde Córdoba, después de haber pasado unas intensas jornadas con vosotros, marcadas por el silencio, la contemplación y la reflexión.

Atravesar el umbral de vuestro monasterio es adentrarse en otro mundo tan distinto y tan cercano, tan denso en misterios e interrogantes pero también tan sublime, un mundo que nos ofrece, no sólo el espléndido claustro románico, -allí donde se eleva, solemne y majestuoso, el ciprés que cantara Gerardo Diego, en sus versos: "enhiesto surtidor de sombra y sueño, que acongojas el cielo con tu lanza..."-, sino una comunidad de monjes con aire de familia unida por los vinculos de la fe, de la esperanza y del amor. No sólo es el canto gregoriano, -desde que se inicia con maitines, a las seis de la mañana, hasta la hora de completas, a las diez de la noche, mientras el abad, Clemente de la Serna, rocía con agua bendita a los monjes y a las personas que se encuentran allí presentes-, sino todo ese entramado del monasterio, donde se respira una paz inmensa, un orden tan rico como variado, el ir y venir de cada uno de vosotros a vuestras tareas cotidianas, la atención a la hospedería, el servicio de la comida, la disposicíón plena para mantener un encuentro con los residentes y charlar unos minutos o una hora si hiciera falta.

¿Cuál es vuestro mensaje y vuestro secreto? ¿Qué podéis decirnos hoy los monjes a la sociedad de nuestro tiempo, tan golpeada por las heridas familiares, cuántas violencias y rupturas; tan esquilmada por las heridas económicas; tan alejada de los principios básicos de una trascendencia que nos coloca en el pedestal de la dignidad humana; tan desconcertada, en fin, por tantos clamores, tantos gritos y tantos silencios. "Los monjes somos testigos vivientes del Absoluto, de la trascendencia, de la presencia de un Dios que nos ama", nos decía el padre Ramón Álvarez, a un grupo de sacerdotes. "El monje abre la claraboya en el techo para ver el cielo, es un hombre de esperanza ecatológica, que contempla la vida humana, no como una aventura que termina con la muerte, sino con un horizonte mucho más hermoso", nos decía también.

Por eso, el claustro románico se nos ofrece como un recinto separado del resto por sus cuatro lados y abierto al ininito por arriba. Es símbolo, en suma, del infinito conocer y querer del hombre. El claustro bien podría ser, en este sentido, un símbolo de la mirada humana, según aquellos versos del poeta Antonio Gamoneda: "De vivir poco / de un hombre contenido, / tenso hacia dentro, sólo / como el pájaro libres / quedan puros los ojos".
Necesitamos ojos como los del claustro, -ojos como los del poeta- para volar con la tensa libertad de la pregunta sin respuesta definitiva en este mundo. Necesitamos ojos para mirar lo que no podemos ver con claridad, lo que nos desconcierta en su misterio. No es el claustro un lugar para retirarse huyendo del mundanal ruido sino, más bien, un lugar para volver desde él, al mundanal ruido. Un lugar para volver a las preguntas radicales de la existencia, tan vivas entre los ruidos del humano quehacer. Porque de lo que no se trata, cuando uno se retira a un monasterio, es de huir del ruido, sino de "aprender a escucharlo". No es el silencio ausencia de ruidos sino voluntad de escucha. Y la voluntad de escucha de lo que no merece ser escuchado, de lo que sólo parece ruido y vacío, es la posición más personal y vulnerable del que ama. Que aquello de lo que todos huyen, alguien se atreva a creerlo digno de ser escuchado es una posición arriesgada por su parte. Gracias, pues, a vosotros, queridos monjes de Silos, por vuestra acogida, por vuestras palabras, por vuestro testimonio silencioso pero vital en esta hora pasionante de la historia.