Bueno, pues ya está. Ya abandoné la divina juventud
y las mañanas enteras hurgando entre libros.
Me casé con la belleza, y tuve hijos
a los que veo crecer muy deprisa.
La casa era pequeña por entonces y pasábamos frío,
pero ¿quién se acuerda de aquello?
Porque de repente estoy aquí, en otro siglo.
Y la belleza es cada vez más hermosa,
y a su lado he aprendido
a hacerme una idea más cabal del hombre,
y de la felicidad, y de la dimensión sobrenatural del tiempo
(con toda su historia de dolor y silencios).
La madurez es tener paciencia con la vida
y aprender a planchar con esmero las camisas, por ejemplo.

Una voz femenina me llama por mi nombre.
Y les aseguro que, al escucharla, soy más feliz
que hace tres o cuatro versos.