La vida. Sí, la vida. La vida muchas veces nos puede. Los padres consentimos y cedemos por puro cansancio. Ya no podemos más. ¡Son tantas las cosas que sobrellevamos cada día! Los padres estamos agotados antes de ir a trabajar. ¿Que exagero? Desde luego no todas las familias son iguales. Las hay que al disponer de más recursos económicos pueden pagar a otras personas para que les ayuden en las tareas domésticas. O las hay que sólo trabaja el marido fuera de casa. Pero lo que es un hecho inapelable, es que el agotamiento amanece con el día. Las horas de sueño -escasas- no dan tiempo material para recomponer del todo el cuerpo y las ideas.
 
Los niños (siempre serán para nosotros "los niños") van del padre a la madre y de la madre al padre como de oca en oca, esperando atisbar algún punto débil en sus peticiones sin cuento (pero con mucho cuento). Los propósitos de la noche anterior -"no le riñas tanto a Jaime, hay que decirle a Cristina que mejore sus gestos y su orden, etcétera"- parecen durar lo que dura el desayuno. Porque muy pronto las prisas nos atenazan y hacen que los consejos y la disciplina se vayan diluyendo en contundentes gritos. "Oye, hacer lo que queráis, me tenéis agotada, mamá se va a trabajar y papá se va de viaje, así que vosotros veréis".

Lo más común hoy en día es que trabajen fuera de casa los dos: madre y padre. Y eso lo condiciona casi todo. Los hijos son listos y tienen detalles bonitos y de ayuda, pero no dejan de ser niños. Y saben exprimir la paciencia de los padres hasta el límite. Lo peor de esa situación es que degenere en frecuentes enfados y que el alzar la voz se convierta en costumbre. Todos nos cansamos. Tensión laboral, atención de los abuelos, contínuos planes con los hijos, el trabajo exigente de la casa, tiempo dedicado a Dios y a nuestra formación... Sin contar los condicionantes de salud.
 
Ser padre hoy requiere un plus de fortaleza espiritual y desde luego física y mental. Pero la queja no es cristiana. Hace de los padres un modelo poco atractivo. Debemos aguantar firmes. No sólo aguantar. Debemos estar por delante siempre, sin un ápice de tristeza o duda. La vocación matrimonial es algo tan enorme que Dios la hizo sacramento. Es decir, signo sensible de Su providencia y fuente de vida. Para siempre. Uno con una. Una con uno. En una unión que germina en las sonrisas de nuestros hijos, o en esos ojos. Los padres debemos de ser sacrificio generoso, olvido de nosotros, ofrenda gustosa. El milagro de la vida depende de nuestra disposición. Y la educación cristiana es el armazón de la felicidad de esos niños (ya no tan niños), de su santidad.

En el siglo XXI hay muchas cosas que son distintas, pero otras no cambian. Distinto es el agobio social y la injusticia de tantos gobiernos para con las familias. Pero no cambia nuestro deber -pase lo que pase- de hacer de nuestros hijos almas delicadas y con criterio. No tanto con ambición material -digna pero no fundamental- como con una inquietud intelectual y un pasmo sobrenatural que les mantenga íntegros.

Merecen la pena esas pequeñas escaramuzas diarias. Sé que es fácil decirlo, otra cosa es..., y que los problemas se hacen un nudo de lágrimas y pueden llegar a angustiarnos, e incluso a hacernos olvidar que Dios está ahí para salir adelante. Somos iglesias domésticas y el amor es nuestro sagrario. Ellas deben de ser un remanso de paz. ¿Imposible? No para el que reza. No para el que lucha. No para el que ama. Debemos fomentar la oración en familia. Yo el primero. Por ejemplo la lectura del Evangelio o ir desgranando el Santo Rosario. Y nada de televisión en las comidas, o esos contínuos caprichos.

Hoy la verdadera batalla que decidirá el futuro del mundo se está librando en nuestras familias. En la suya y en la mía. Y los padres somos los verdaderos héroes, los grandes protagonistas de esta gran historia épica que Dios dirige con misericordia. No hay tiempo para descansar, y no es momento para ser pusilánime. ¡Adelante, adelante! La victoria será nuestra. Pese al cansancio.