“Dijo Jesús a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”. (Jn 3, 14-16)

 

No podemos dejar de ver las cosas con nuestros ojos y, humanos como somos, nuestra mirada tiende a volverse calculadora y materialista. Medimos y sopesamos las cosas y los acontecimientos considerando éxito o fracaso a lo que ocurre en función de los resultados aparentes. Pero la mirada de Dios es distinta. Por eso, el recuerdo de que Cristo triunfó cuando fracasaba y que en la Cruz fue cuando más atrayente se volvió, nos debe ayudar a considerar nuestras situaciones personales con otra óptica. Quizá los números no sean tan importantes y, desde luego, no son lo más importante. Lo principal es siempre la fidelidad a Dios, la fidelidad a la propia conciencia, aunque tarden mucho en reconocer la razón que teníamos.

Por eso es fundamental saber perseverar, ser fieles a Cristo, a la Iglesia y a lo que nos dicta la conciencia. Si lo hacemos así estaremos ofreciendo a los que nos observan –y cuando sufrimos es cuando más nos observan- un ejemplo a seguir. Cuando perseveramos, a pesar de las dificultades y aunque no obtengamos el éxito esperado, es cuando somos más útiles, como le pasó a Cristo. Basta con asegurarse de que el camino elegido es el correcto, no sea que estemos insistiendo en el error y no en la virtud. Para eso habrá que emplear el criterio ya citado, en este orden: Fidelidad a Cristo, interpretado por la Iglesia, con el eco que despierta en nuestra conciencia; unir nuestro sufrimiento al de Cristo en la cruz, ofreciéndoselo en el ofertorio mientras se celebra la Eucaristía.