Dice un vecino de la favela de Varginha que va a ser «la hora mejor aprovechada del mundo». Y que la razón por la que han sido elegidos atiende «a un milagro» obrado por el Papa. 

Puede sonar a tópico exagerado, pero pisando la comunidad que visitará Francisco el día 25 es fácilmente entendible el revuelo que vive esta pequeña favela que pertenece al complejo de Manguinhos, una región de bajo índice de desarrollo —y hasta hace poco muy alto de violencia— enclavado en la zona norte de Río de Janeiro.


En los dos meses escasos que han pasado desde que se supo que Varginha recibiría al Papa, se ha revolucionado el patio.

En la calle ancha que se adentra en la favela el cemento está fresco, secado y aplanado hace días.

Aun así, un grupo de obreros cava a pico y pala alrededor de un poste de luz delante de la reja que cierra el atrio de la iglesia del barrio. «Ayer, de repente, saltó la luz y ahora tenemos que cambiar parte de la instalación», dice uno de los trabajadores.

El trajín que se vive en Varginha no tiene parangón con el pasado. Tampoco la visita que lo provoca. En la favela viven 3.000 personas, pero su población se multiplicará por ocho para llenar el campo de fútbol donde hablará Su Santidad.

Se calcula que en la población hay igual número de fieles católicos que de evangélicos, pero todos celebran al Papa.

Su milagro es bien palpable: se han colocado puntos de iluminación que no existían, se han cerrado cloacas, pese al olor que continúa en gran parte del trayecto que recorrerá la comitiva, y se han retirado puntos de basura incontrolada que habia dentro de la favela, urbanizada hace tan solo diez años.


También se ha adecentado el acceso a la parroquia del barrio. Es poco más que un cubo de dos pisos de altura con una fachada de azulejo y sin ningún ornamento más que una gran cruz integrada en la pared que cae sobre la puerta de doble hoja de madera.



Everaldo Oliveira la abre para enseñar su interior. Él hace las veces de sacristán, cuida la iglesia, que sólo abre los domingos, y hace de representante oficioso del comité organizador de la JMJ en la zona.

«Llevamos desde el 7 de mayo preparando esto como si fuera una fiesta, así que será el momento de cortar la tarta y darnos la enhorabuena», dice orgulloso este fiel representante de Varginha, a donde llegó con su familia a los dos años de edad, hace ahora cuatro décadas.

Para entonces la capilla acababa de ser construida y consagrada a San Jerónimo Emiliani. Dice Everaldo, después de santiguarse frente al modestísimo altar, que nada hay como este enclave para que el Papa se sienta a gusto: «Esta iglesia surgió en el corazón de las personas que trabajaron en su construcción y que vivieron en ella durante muchos años y ahora van a tener la oportunidad de recibir a un Papa».

Son siete filas de dos bancos en dos grupos, que dejan a un lado los tres bafles apilados bajo uno de los tres ventiladores giratorios que se reparten por la pared lateral. Al fondo, una pequeña sacristía con un baño en el que casi no entra una persona.

La capilla está hecha a imagen y semejanza de su entorno, un barrio que hasta hace muy poco era terreno abonado para la violencia del narcotráfico, como recuerda el coche zeta apostado permanentemente en el acceso a la favela.

Hasta el pasado enero, en que fue inaugurada a bombo y platillo la Unidad de Policía Pacificadora en los barrios de Manguinhos-Jacarezinho, esta zona recibía el elocuente nombre de franja de Gaza por los continuos tiroteos entre facciones de narcotraficantes y policía.

Hoy, entre las casas desconchadas o de ladrillo descubierto, solo se ven patrullas policiales pertrechadas con armas largas, el dedo permanentemente en el gatillo y la cabeza girando de lado a lado como quien va a cruzar la calle.


El cambio en las reglas del dominio del espacio público ha permitido que también el Papa acuda a esta zona de una ciudad transformada en los últimos cinco años en el ámbito de la seguridad pública.

«Creemos que ahora cualquier personalidad, en realidad cualquier persona, puede venir aquí con total garantías que no le va a pasar nada». Lo dice el capitán Marcelo Martins, responsable de la policía pacificadora de Manguinhos, consciente del valor de la visita papal: «Es un óptimo marketing, porque muestra al mundo nuestro trabajo y refuerza la idea de que esto solo es el comienzo alentador para la paz definitiva en Río».



Más allá de la UPP se puede caminar tranquilamente por ciertas zonas, pero son los propios vecinos los que advierten de que no es oro todo lo que reluce.

«Realmente esto no está pacificado, sino ocupado por las fuerzas de seguridad. Se sigue vendiendo droga, pero ya no hay enfrentamientos porque los traficantes ya no llevan armas a la vista», reconoce un vecino que prefiere el anonimato, que sugiere no detenerse demasiado frente a los angostos callejones sino mirar hacia la calle principal.

Allí, un grupo de vecinos pasa el tiempo jugando al billar al aire libre, al lado del pequeño altar que elevaron en honor de Nuestra Señora Aparecida, patrona de Brasil. Son los mismos que han confeccionado camisetas de la Virgen y del Papa que pretenden vender el día de la visita, que durará en total una hora. Pero que en realidad tiene un significado mucho más dilatado para una comunidad de la que al fin alguien se ha acordado.