¿El liberalismo es pecado?
El sacerdote de Sabadell Félix Sardá y Salvany (1841-1916) publicó en 1863 un libro que se hizo famosísimo, no sólo en España -fue traducido a varias lenguas extranjeras-, titulado El liberalismo es pecado. Su mismo título ya indica con toda claridad de qué va el tema.
Dicho libro suscitó en su tiempo una enorme polémica, sobre todo por parte de los liberales, pero también dentro de algunos sectores de la Iglesia, como la réplica del canónigo de Vich, Celestino Pazos. Roma apoyó a mosén Félix y desautorizó al canónigo ausense.
El reverendo Sardá y Salvany no fue un cura cualquiera. Licenciado en Teología y además en Derecho y Filosofía y Letras por la Universidad de Barcelona, publicó numerosos libros e infinidad de artículos y colaboró y dirigió diversas revistas de su época, tanto de carácter religioso como político, primero carlista y después en apoyo del integrismo de Ramón Nocedal. Polemista incansable de pluma ágil, muy común en tradicionalistas ilustrados, no sólo escribió, sino que también creó obras sociales, como la residencia de ancianos que estableció en su propio domicilio personal, que alguien me dijo que todavía funciona. En Sabadell fue muy estimado en su época y ahora todavía recordado con respeto; tiene dedicada una calle a su nombre.
El título del libro que ahora comento siempre ha sido objeto de chanzas y desdenes por personas y articulistas, en general indocumentados, porque ignoran las circunstancias que concurrían en las polémicas del siglo XIX y primer tercio del XX, a propósito del liberalismo y su principal adversario en España, el tradicionalismo. Téngase en cuenta que ese enfrentamiento dio origen a tres guerras civiles bárbaras y cruentas.
De todas formas, ¿podía decirse que el liberalismo era pecado? Maticemos: el liberalismo de aquellos tiempos no era precisamente el mejor amigo de la Iglesia y el catolicismo. Cierto que el carlismo caminaba de espaldas a la corriente de la Historia y que mezclaba, indebidamente, demasiados aspectos políticos con las creencias religiosas. O lo que es lo mismo, no tuvo en cuenta la respuesta de Jesús a los fariseos que le preguntaron si era lícito pagar impuestos a los romanos. Al mostrarle un denario romano con la efigie del César, Jesús les respondió aquello de “dad al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”, con lo cual dejó sentado para siempre que no hay que mezclar, por simples intereses humanos, la Tierra y el Cielo.
Cierto también que aquel liberalismo decimonónico era una sucursal de la masonería, que lo había colonizado. Y la masonería había sido condenada reiteradamente por los papas, casi desde su misma fundación en el Londres anglicano y anticatólico de 1717: un invento críptico para combatir a los reinos católicos de la época, pero no a los reinos luteranos del centro y norte de Europa. En este sentido no era disparatado decir que el liberalismo de tales tiempos tenía un componente pecaminoso, aunque parezca irrisorio a los muchos descreídos de ahora.
Hoy, el liberalismo, venido muy a menos, no es enemigo a tener en cuenta, al menos en España. Hoy la masonería ha cambiado en casi todas partes de piso. Ya no se aloja en las covachuelas del liberalismo, sino en los pliegues del ropaje socialista. Masonería y resabios marxistas son las señas de identidad del socialismo hispano, y puede que de algunos otros europeos, que, junto al marxismo expreso todavía en activo, son los verdaderos enemigos actuales de la fe y la Iglesia.
Entonces, ¿de qué hablamos cuando alguno de los nuestros ataca o condena al llamado “neoliberalismo”? Tendré que recuperar el hilo liberal para aclarar conceptos, pero lo dejo para otra ocasión.
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