Martes, 15 de octubre de 2024

Religión en Libertad

El «memento mori» y el compromiso de Europa 


por Sor Gloria Riva

Opinión

En otros tiempos, por las calles, en los muros pintados al fresco, en las iglesias y en los lugares públicos y privados, pululaban imágenes conocidas como memento mori. Las hemos borrado o suprimido con un cierto aire de suficiencia, pues juzgamos que estas imágenes, que servían para recordarnos la inminencia del final, son inoportunas o macabras. En realidad estas obras tenían un valor y un significado preciso.

En la catedral de Santa María de Segovia, un artista español de la segunda mitad del siglo XVII, Ignacio de Ries, dejó una obra que parece una instantánea de nuestro tiempo, en el que las tragedias más terribles están acompañadas de un sentimiento de despreocupación y juerga, con una indiferencia preocupante. La obra se titula El árbol de la vida y, de hecho, representa un árbol hermoso que ocupa todo el cuadro. 

El cuadro El árbol de la vida, de Ignacio de Ries (1616-1670), pintado en 1653, se encuentra en la Capilla de la Inmaculada Concepción de la catedral de Segovia (España).

La copa del árbol es larga y plana, y acoge cómodamente un banquete abundante, lo que sería reconfortante si no fuera porque, ante la ignorancia generalizada, el tronco del árbol se está resquebrajando bajo los golpes de una hoz empuñada por la muerte. Quien dirige la operación de la matanza es el demonio, pequeño como un hámster: de hecho, mientras la muerte es una evidencia para el hombre, del maligno o se habla poco o se habla demasiado, lo que representa el mejor favor que se le pueda hacer. Hoy, pero evidentemente no sólo hoy (y el buen Reis lo testimonia), por un lado se invoca al demonio venga o no venga a cuento, y por el otro lado se niega su existencia. El hecho es que existe y trabaja sin descanso para llevar a los hombres y a las bestias, a la creación y a las criaturas, hacia la muerte última.

A la derecha del árbol, Cristo se dispone a tocar la campana. Aunque han desaparecido muchas de las funciones que tienen las campanas en los pueblos, uno de los pocos sonidos que queda es el que anuncia la muerte de alguien. Cristo anuncia el fin inminente y avisa, con la mirada preocupada y llena de premura, a esa humanidad alegre que debería pensar en otras cosas: serían necesarias obras más conscientes, actos que tengan el sabor de la eternidad y que sirvan como billete en la última hora.

¿Cómo no pensar en el panorama político actual de Europa? Una Europa preocupada por el  equilibrio económico y por la estabilidad de la moneda, preocupada por descargar sus restos (orgánicos o no, a menudo humanos también) a diestro y siniestro, sin percatarse de que el hacha está golpeando las raíces y que las campanas están tañendo. Sí, queridos gobernantes, la campana tañe también por vosotros. Será entonces cuando todas las cosas perderán lucidez y quedarán, no las cosas dichas, sino las obras realizadas para salvar a los hombres y sus familias.

A lo mejor el buen campesino de Segovia era más afortunado que nosotros: al entrar en la iglesia alzaba la mirada y podía admirar ese memento mori que le avisaba del fin de todas las cosas y de la necesidad urgente de hacer algo, no para mejorar su propia situación y a él mismo, sino para hacer progresar a la humanidad.

Publicado en Avvenire.

Traducción de Elena Faccia Serrano.

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