Injusticia y resentimiento
por Gilmar Siqueira
Sólo el amor cura las heridas del alma. Y sólo un amor sin medida las heridas desmedidas. Padre Leonardo Castellani.
En algunas ocasiones he visto hombres muy apacibles y buenos que, repentinamente, empezaban a portarse como animales heridos en determinadas situaciones. Entonces percibí que tratar con ellos de ciertos temas era como soplar una chispa para prender fuego. Y la chispa siempre estaba allí, aunque no la viera. Tales hombres -como todos- llevan consigo heridas, pero heridas todavía abiertas que les producen el mismo dolor como si hubieran aparecido ayer; porque estos hombres pueden sufrir auténticamente -no imaginar, sino sufrir- a causa de viejas imágenes que, más que recuerdos, les atormentan como si fueran otra vez revividas. Para algunos, tales tormentos son los remordimientos (pero no trataremos de ellos en esta ocasión); para otros, la tortura proviene de una injusticia no reparada. Porque, como dice el padre Castellani, “una injusticia no reparada es una cosa inmortal”.
Un hombre que es víctima de una injusticia, de una humillación, literalmente sale de sus cabales porque es como si, de repente, todo el orden de las cosas que conocía se volviese al revés; es como si la realidad perdiese su cimiento. Claro, ¿cómo va uno defenderse de algo que es absurdo de por sí? Sin embargo, la realidad del hecho poco a poco va cobrando espacio en su mente que al principio se encontraba totalmente confundida y una rabia sorda, un deseo de venganza, hace hueco en su corazón. Aún más si la injusticia no es reparada por los medios que se tiene a la mano.
Así la describe el padre Castellani en su ensayo Reflexiones sobre la Justicia: "Un gran dolor moral no consiste en un conjunto de imágenes lúgubres que se pueden espantar o apartar con reflexiones, distracciones o palabrería devota, como creen los santulones. Es pura y simplemente una herida, a veces una convulsión y una tormenta, que puede descuajar al alma y romperle sus raíces" (Los papeles de Benjamín Benavides).
Una víctima de injusticia puede perder completamente toda la confianza que tenía hasta entonces en las personas que conocía y mismo en Dios (aunque su idea de Dios sea bastante lejana). Fue lo que le pasó a Silas Marner, el tejedor de Raveloe, en la novela de George Eliot. Llegué a dicha novela gracias al ensayo del padre Castellani que he citado y la verdad es que realmente me impresionó mucho.
Silas vivía en una gran ciudad, pero toda la realidad que conocía, todas sus raíces, estaban en la congregación religiosa de Lantern Yard. En dado momento todo parecía que le iba muy bien: era querido por sus compañeros de congregación, trabajaba, tenía un buen amigo y una novia con quien pronto se casaría. Pero la historia de un robo cambió por completo su vida: se le acusó de haber robado a un moribundo de su misma congregación; para mayor consternación, uno de los primeros a señalarle fue su amigo (el verdadero autor del robo). Los hermanos de la congregación, que no creían en la “justicia de los hombres”, echaron suertes para que Dios les iluminara sobre si Silas sería o no culpable. Resultó que sí y le expulsaron de la congregación. Poco después, el pobre tejedor supo también que su “amigo” se había casado con su novia.
En un mismo golpe, Silas perdió todos los fundamentos de su vida y buscó el exilio, camino natural para alguien que se cree ya sin raíces: "Le parecía que el Poder en el que había confiado vanamente por las calles y en las reuniones piadosas estaba muy lejos de aquella tierra en la que había venido a refugiarse, donde las personas vivían en despreocupada abundancia, sin saber ni necesitar nada de aquella confianza que, para él, se había transformado en amargura. La modesta luz que Marner poseía extendía tan poco sus rayos que la fe desengañada era una cortina lo bastante densa para sumirlo en la negrura de la noche".
Silas Marner no tuvo quien le defendiera. Todo lo contrario: los golpes más duros habían venido de las manos que creía las más amistosas, de su mejor amigo y de Dios. La rabia entonces le convirtió en un ser extraño, un hombre envejecido y amargado. Pasó a vivir como un perro apaleado, como en aquella dura imagen que nos presenta Bernanos en su Diario de un cura rural, de los hombres heridos y sufrientes que no son más que juguetes en las manos de los demonios. Veamos otra vez lo que dice el padre Castellani: "Un golpe grande que carezca del adecuado lenitivo puede desmoralizar para siempre a un hombre, intimidarlo, anularlo – y aun amargarlo y pervertirlo. Ése es su efecto natural. Recordemos al Silas Marner de la gran novelista inglesa María Evans".
George Eliot es el pseudónimo adoptado por Mary Ann Evans (1819-1880) para publicar sus novelas. El retrato es obra de François d'Albert Durade.
Pero, aunque lo intente mucho, un hombre no puede vivir tan sólo para satisfacer a sus necesidades naturales. Hay siempre un llamamiento para algo que está fuera de nosotros, como si siempre estuviésemos incumbidos de conquistar tierras lejanas. Y, sin embargo, ¿qué es lo que puede conquistar un hombre que ha perdido todas sus ilusiones? ¿Cómo volver a luchar tras un golpe tan duro que dejó evidente una maldad que parecía oculta, pero que por entonces se convierte en el eje de la realidad para un amargado?
El pobre Silas Marner no llegó a entrar en tantas cavilaciones y, tan pronto como pudo, encontró un ídolo capaz de reemplazar aquel antiguo y lejano Dios por quien había vivido antes: el dinero.
"Las manos del tejedor habían conocido el tacto del dinero ganado con el sudor de la frente antes incluso de que hubieran terminado de crecer; durante veinte años un dinero misterioso había sido para él símbolo de los bienes terrenos y objeto inmediato de duro trabajo. Le había importado muy poco en los años en que cada penique tenía para él una finalidad; porque entonces lo que contaba era aquella finalidad. Pero ahora, cuando los propósitos habían desaparecido, la costumbre de mirar el dinero y de tenerlo en la mano con un sentimiento de esfuerzo realizado creaba un terreno lo bastante profundo como para que crecieran las simientes del deseo; y, al atardecer, mientras Silas caminaba hacia su casa a través de los campos, se sacaba el dinero del bolsillo y pensaba que aún brillaba más al espesarse las tinieblas a su alrededor".
No era el afán de enriquecimiento lo que movía Silas, sino el frío placer que le producía el contacto con el dinero. El algún artículo, si no me falla la memoria, Ernest Hello dice que el avaro no es un hombre que desea amasar fortuna o hacer grandes conquistas; es un hombre envilecido que tiene pasión por el dinero mismo, que experimenta un raro placer al restregar las monedas cerca de su oído. En el caso de Silas, es muy probable que la tímida visión de la fe y del amor que había tenido antes le provocasen una intensa rabia. Así le tocaba olvidarse de todo mientras se embrutecía por el trabajo y distraerse con aquellas monedas brillantes que ganaba gracias a su actividad incesante. Intentaba olvidar a su herida sin saber que aquel nuevo y pervertido placer provenía precisamente de ella, que no había cicatrizado. Así el encono se apoderó de su corazón.
El padre Castellani menciona a Bergson para definir precisamente esa rabia que se convierte en resentimiento: “Ira ulcerada o bien rencor en septicemia”. Y luego nos da -el nada sencillo- remedio: "Esta septicemia no tiene más remedio que una gran inyección de amor tan tremenda que sólo es posible por la Fe y por la Gracia -ayudados de intermediarios humanos, como suele Dios hacer sus cosas. 'Dios y ayuda', como dicen en España".
Y Silas casi se perdió por completo en su abismo antes que le fuese dado conocer el remedio: en una noche, al regresar a su casa, se deparó con la terrible sorpresa de que su oro había sido robado. Era imposible tener alguna señal del ladrón y el robo se convirtió en un nuevo misterio fatal para el desdichado tejedor. Su último sostén había desaparecido.
Desde entonces creó la costumbre de abrir la puerta de su casa y quedarse mirando hacia fuera, quizá con la vana esperanza de que su oro regresaría de la misma manera como había desaparecido. Y, en cierta medida, regresó. Una noche en que se distrajo con sus cavilaciones, se olvidó de la puerta abierta y poco a poco el fuego se apagó. Al reavivar la chimenea se dio cuenta de que algo brillaba -como el oro- cerca del fuego: con mano temblorosa se acercó a aquel milagro y descubrió que el “oro” era el pelo de una bonita niña que dormía entre las ropas que él había dejado en el suelo. Era su remedio.
"Marner se la colocó sobre el regazo, tembloroso por una emoción que le resultaba misteriosa, por algo desconocido que alboreaba en su vida. Ideas y sentimientos estaban tan confundidos en su interior que si hubiera intentado traducirlos mediante palabras, sólo hubiera sabido decir que la niña había aparecido en lugar del oro..., que el oro se había convertido en niña".
Tráiler de la película de 1985 basada en la novela de Eliot, interpretada por Ben Kingsley.
Pero, ¿qué clase de remedio es este? Dejaré que conteste el padre Castellani: "En este gran remedio del veneno de la injusticia, que es ahogarla en el amor, se cumple quizá la promesa de Cristo a sus discípulos: “Et si mortiferum quid biberint, nihil eis nocebit”. Beberéis venenos y no os harán ningún daño. El resentimiento es literalmente un veneno".
El remedio de Silas Marner fue vivir para otra persona, sacrificarse, y esto es precisamente amar. En el amor a aquella hija que le fue regalada, Silas Marner ahogó el dolor de la injusticia que había sufrido. Y así, viviendo para ella mientras que se olvidaba de sí mismo (otra cosa muy difícil de conseguir, según nos cuenta el cura rural de Bernanos), el tejedor poco a poco fue recobrando la esperanza, el afecto y el cariño que creía muertos en su corazón. En cuanto a aquella vieja historia del robo perpetrado por su “amigo”, Marner no pudo saber nada más. Pero, gracias a su hija, esto ya no le importaba.
Publicado en el blog del autor, Marchando Religion.