¿Qué herencia nos va a dejar el virus?
por Ángel Barahona
Vamos a empezar a vivir en un estado de desconfianza del otro permanente. Como si se tratase de un estado de sitio en el que los enemigos estuvieran dentro de las fronteras y no supiéramos quienes son. Nos miraremos unos a otros y nos juzgaremos severamente: si unos llevan la máscara, respetan las medidas o no… Unos banalizarán las medidas, otros las exhibirán exageradamente, cambiándose de acera, marcando ostensivamente las distancias…
¿Cuáles son los síntomas de esta situación que se nos viene encima…? Los hombres van a perder la libertad, la confianza, la sociabilidad, el bienestar en favor de una obsesión por la salud, por la seguridad. Lo que dice la Epístola a los Hebreos, que Cristo vino a «libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hebreos, 2, 15), se va a convertir en una verdad inapelable: un modo de vida esclavo, sumiso, aborregado. El darwinismo hará presa de nuestras relaciones: primaremos la supuesta salud física a la espiritual, social, psicológica.
A esto contribuye el actual clima de terror sembrado en los espíritus más endebles por Covid19, pero es lo que se masca en el ambiente desde hace tiempo y de lo que tenemos test que lo ratifican: la presión legal contra el tabaco nos ha convertido a todos en perseguidores de fumadores, la presión de la catástrofe ecológica en ciernes se volverá obsesiva… Nos vigilaremos unos a otros. La histeria de la amenaza permanente nos volverá más misántropos e inhumanos. Viviremos controlando los contactos, mediremos la conveniencia de las relaciones, igual que los grifos, la energía que gastamos.
Tendremos una vídeo-vigilancia, una bio-vigilancia, y un control total de nuestros movimientos mediante las cámaras, los móviles, las cuentas, las compras… Se medirán nuestros gustos, nuestros lugares de ocio, nuestras manías y podredumbres, a quién vamos a votar (ya se ha hecho todo esto). Biung Chul Han lo llama la era de la biopolítica. Entrando en polémica con el otro autoproclamado profeta de nuestro tiempo, Slavov Zizec, que augura el comienzo de la decadencia del comunismo chino, Han proclama el acabóse de las libertades personales del mundo occidental. La gente adorará un totalitarismo al que nos someteremos sumisamente para que nos asegure nuestra salud. Le entregaremos nuestra alma al diablo en función de nuestra supervivencia.
Por eso pienso que a esta sociedad le hace falta urgentemente el evangelio. Le hace falta el kerigma. El anuncio de que un hombre -Cristo- ha vencido a la muerte con la muerte. El evangelio no es el consuelo de las almas débiles. Compartir el testimonio de los que creen nos lleva a volver a confiar en que la muerte no es el final. Esto que podría ser, como denunciaba el ateísmo marxista, una fuente de alienación se revierte en todo lo contrario: una fuerza vital que vive el hoy con alegría, que disfruta del bienestar, de la compañía.
Sabiendo que solo tenemos el hoy que vivimos y que hemos sido creados para la eternidad, distinguiremos qué es más importante: asegurarnos dos meses más de vida haciendo aerobic obsesivamente, protegiéndonos sin salir de casa, controlando nuestras emisiones de CO2 que como animales que somos producimos, matando por ello (nadie pone en duda una falsedad letal, empezando por la ONU, que somos excesivos para este planeta). Las medidas se toman siempre sobre los descartados, los pobres, los que no tienen voz: no nacidos o ancianos. A nadie se le ocurre controlar la corrupción de los gobiernos, racionalizar el consumo, invertir en ciencia de lo renovable, organizar científicamente la vida cotidiana respetando la inapelable libertad, educando sin ideologías para crear una humanidad amigable y sana.
Si el vecino, el prójimo, es un potencial agente contaminador tendré que mantener la distancia. Si las personas mayores mueren con más facilidad, va a ser prescrito no visitarlas. El evangelio nos permite anticipar estas consecuencias del virus. Ya nos advierte proféticamente la necesidad de vivir lo que rezamos cuando decimos: “El pan nuestro de cada día dánosle hoy”. Vamos a tener que aprender a rezar de nuevo. Porque la pregunta que nos lanza el evangelio con estos preclaros micro-apocalipsis que anuncia Cristo, se resume en un cáustico interrogante que implica toda nuestra existencia y estilo de vida: ¿es mejor prolongar la vida unos meses que morir solo? Es mejor no ejercer la caridad, amarnos, para que podamos “alargar un codo a la medida de nuestra vida”.
La supervivencia nos va a hacer sacrificar todo lo que hace que valga la pena vivir: amistad, comunidad, proximidad, buen trato. Nos van a llevar a aceptar resignadamente la restricción radical de los derechos y libertades. Biung Chul Han lanza una crítica a la actitud de algunos religiosos recordando el abrazo de Francisco de Asís a los leprosos. La caridad es sacrificada en nombre de la asepsia y de la ley. Nos ha vencido una ideología que se estaba colando por la ventana cuando creíamos tener la puerta cerrada: el miedo a la muerte nos ha hecho vulnerables y por preservar la salud biológica nos volveremos enfermos sociales.
Hemos perdido el valor, el bendito riesgo, la libertad, la capacidad infinita de amor que nos daba la presencia testificada de la resurrección de Cristo, que nos hizo perder el terror a la muerte que nos ponía en estado de egoísmo y angustia permanente. Ahora la resurrección es simplemente volver al trabajo, a la playa, o tomar una caña con la debida separación… hasta la siguiente amenaza micro-apocalíptica. Si esto nos parece una hipérbole, es porque preferimos no pensar y utilizar la estrategia estúpida del avestruz.
Ángel Barahona es director del Departamento de Humanidades de la Universidad Francisco de Vitoria.
Publicado en el portal del Instituto John Henry Newman de la Universidad Francisco de Vitoria.