¿Hay en marcha una expropiación de los hijos?
La educación de estado habla de inclusión cuando quiere decir uniformidad; de tolerancia cuando quiere decir inmoralidad; de igualdad de oportunidades cuando quiere decir indiferentismo sexual; de libertad de elección cuando quiere decir sexualización forzada desde el jardín de infancia, según las directrices emanadas por un despacho cualquiera de funcionarios del estado uniformados en el pensamiento único y dominante.
¿De quién son los hijos? Los hijos no son de nadie porque son de Dios. Hubo un tiempo en el que la idea que el hijo era un don estaba arraigada en el corazón y en la mente de las personas, no sólo de las madres. Un don que viene de Dios y que es necesario educar para que vuelva a Él. Se sentía la procreación como una pertenencia a un ciclo de significado que quitaba al niño de las manos de cualquier poder terrenal, porque era «del Señor».
Este sentir común está aún vivo en muchos progenitores, pero cada vez menos debido a la racionalización técnica y política, que ha asumido también esta forma de dominio, el dominio sobre los hijos. Las utopías políticas fueron las que produjeron, en los siglos pasados, serias excepciones a la idea que los hijos pertenecían al Señor, empezando por la antigua utopía de Platón, según la cual los niños recién nacidos tenían que pasar inmediatamente a estar bajo la protección del estado, que los criaría en estructuras públicas para que así cada ciudadano, viendo a los jóvenes por las calles y plazas, pudiera decir: «Podría ser mi hijo». La negación de la familia era funcional a la creación de una comunidad política de iguales con sólidos vínculos recíprocos. Se creía que si los hijos seguían con sus progenitores, la unidad interna de la comunidad se debilitaría y fragmentaría. Esta idea se ha prolongado en la historia y pasa por la comunión de las mujeres en los falansterios del nuevo mundo de Fourier, las indicaciones del Manifiesto de Marx, hasta llegar a los estados totalitarios de finales del siglo pasado.
El ideal utópico de ciudadanos huérfanos para que puedan sentirse más células del organismo estatal se consolida progresivamente con la formación del estado moderno, que concentra en sí la instrucción y la educación, centraliza la sanidad y la atención a la infancia, debilita las formas familiares de solidaridad y sustituye, cada vez más, a los progenitores y la familia. Todo esto con el fin de dañar a la Iglesia y a la religión de referencia de las familias, que confiaba a las madres la educación, también religiosa, de los niños y enseñaba una procreación que encontraba su lugar humano específico sólo en el matrimonio.
La Iglesia, con su doctrina social, siempre ha enseñado que los hijos son de los padres porque era el único modo para que fueran de Dios. Siempre ha enseñado que del mismo modo que el lugar humano de la procreación es la pareja de esposos, el lugar humano de la educación es la familia. La educación es, de hecho, una continuación y un llevar a cumplimiento la procreación y corresponde originariamente a los progenitores. Diciendo esto la Iglesia sabía que enunciaba un principio evidente de ley moral natural, pero sabía también que sólo así los niños podían ser educados en la piedad cristiana, los rudimentos del catecismo, las oraciones al ángel custodio. A través de los progenitores, y no del estado, la Iglesia podía hacer que los niños conocieran a Jesucristo. Es el revés positivo de la medalla: el estado sustituye a los progenitores para deseducar a los futuros ciudadanos en lo que atañe al Evangelio; la Iglesia se alía con los progenitores, contra el estado, para educar a los futuros ciudadanos en el Evangelio.
Era una verdadera lucha que la Iglesia no parece querer ya combatir. Hoy, no menos que en la República de Platón, los hijos parecen ser del estado, que los asume en las propias estructuras desde el jardín de infancia, los forma según sus propios programas y, como la Iglesia justamente temía, los aleja sistemáticamente de Jesucristo, hablando mal de Él, o no hablando en absoluto. La Iglesia ya no protesta por esto y no apuesta por formas de educación alternativa -como las escuelas parentales-, que serían el único modo para que ella, la Iglesia, volviera a educar a los niños a través de la reapropiación de la función educativa de los progenitores. La escuela parental no es sólo la escuela de los padres, sino que es también la escuela de la Iglesia a través de los padres. Sería un modo para volver al principio según el cual los hijos son de Dios, y no del ministro de educación.
Desde este punto de vista, las democracias occidentales no se diferencian de los regímenes totalitarios. El niño es introducido en el «sistema»: es educado por profesores-funcionarios del estado, uniformemente instruidos por la universidad pública y los cursos de formación ministeriales; es precozmente psicologizado por funcionarios del estado, presentes ya en todas las escuelas; es precozmente sexualizado por funcionarios del estado a través de proyectos curriculares inderogables; en lo que respecta a su salud, es examinado desde que está en el vientre materno y, posiblemente, abortado por parte de funcionarios del estado; es enviado a hacer un Erasmus en cualquier otro país donde aprenderá estilos de vida y valores estandarizados por funcionarios de ese estado-no estado que es la Unión Europea; en su recorrido escolar, se le enseñará a usar los anticonceptivos, incluidos los de «emergencia», y la fecundación artificial para que, a su vez, procree otros niños huérfanos de estado.
La cuestión es que las democracias hacen todo esto sin que se vea. La educación de estado habla de inclusión cuando quiere decir uniformidad; de tolerancia cuando quiere decir inmoralidad; de igualdad de oportunidades cuando quiere decir indiferentismo sexual; de libertad de elección cuando quiere decir sexualización forzada desde el jardín de infancia, según las directrices emanadas por un despacho cualquiera de funcionarios del estado uniformados en el pensamiento único y dominante. De este modo se deja fuera a los progenitores, que incluso se alegran de ello. La Iglesia también se queda fuera y el niño es deformado incluso antes de que oiga por primera vez la palabra «Dios», si alguna vez la oye.
Los hijos son de Dios, se pensaba antes. Era el reconocimiento de lo absoluto de su valor que se fundaba en la gratuidad del don. Sólo lo que no se paga tiene verdaderamente valor. La procreación debe ser un acto gratuito para que, así, se pueda pensar en la nueva vida como un don gratuito. Lo sabía bien la Humanae vitae de Pablo VI, que precisamente sobre una procreación verdaderamente humana fundaba no sólo la moralidad del acto conyugal, sino la moralidad de toda la sociedad. Si no hay gratuidad allí, en el acto inicial de la vida, ¿cómo podrá haber gratuidad en las otras y sucesivas relaciones sociales?
Efectivamente, desde la anticoncepción en adelante, ha habido una degradación progresiva en la percepción pública de la dignidad del niño. Los niños son concebidos en laboratorios, fabricados a partir de embriones descongelados; son dados en acogimiento o adoptados por parejas homosexuales; son divididos y objeto de pelea de progenitores divorciados; son comprados, vendidos y son objeto de contratos en la abominable práctica del vientre de alquiler; son objeto de la intervención de la sanidad pública ante síntomas de «disforia de género»; son convertidos en objetos clínicos o terapéuticos ante el primer síntoma de ligera dislexia o hiperquinesia; son entregados al sistema del espectáculo y de la publicidad desde pequeños y los padres los ven por la mañana y los vuelven a ver sólo por la tarde-noche.
La Iglesia siempre ha enseñado y defendido el derecho del niño a crecer bajo el corazón de su madre y, antes, su derecho a ser concebido de manera humana bajo el corazón de sus progenitores. Cuando la Iglesia decía que la familia es una sociedad pequeña, pero verdadera, o cuando invocaba el respeto a la subsidiariedad, lo hacía mirando a los niños, en el intento de sustraerlos al Leviatán que quiere apropiarse de ellos.
Platón deseaba una fuerte cohesión interna entre ciudadanos y por este motivo el estado que él había pensado le quitaba los hijos a los padres desde su nacimiento. Sin embargo, lo suyo era, claramente, una utopía. Pero después, los sistemas políticos de la comunidad de mujeres, de la planificación centralista de la procreación, de la eugenesia de estado, del género enseñado en todas las escuelas, no han producido, y no producen, ninguna cohesión social; más bien, hacen de nuestros niños, cuando son adultos, individuos débiles, aislados y llenos de temor. Expropiar a los hijos los reduce a cosas.
Monseñor Crepaldi es obispo de Trieste (Italia)
Tomado del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre la doctrina social de la Iglesia
Este sentir común está aún vivo en muchos progenitores, pero cada vez menos debido a la racionalización técnica y política, que ha asumido también esta forma de dominio, el dominio sobre los hijos. Las utopías políticas fueron las que produjeron, en los siglos pasados, serias excepciones a la idea que los hijos pertenecían al Señor, empezando por la antigua utopía de Platón, según la cual los niños recién nacidos tenían que pasar inmediatamente a estar bajo la protección del estado, que los criaría en estructuras públicas para que así cada ciudadano, viendo a los jóvenes por las calles y plazas, pudiera decir: «Podría ser mi hijo». La negación de la familia era funcional a la creación de una comunidad política de iguales con sólidos vínculos recíprocos. Se creía que si los hijos seguían con sus progenitores, la unidad interna de la comunidad se debilitaría y fragmentaría. Esta idea se ha prolongado en la historia y pasa por la comunión de las mujeres en los falansterios del nuevo mundo de Fourier, las indicaciones del Manifiesto de Marx, hasta llegar a los estados totalitarios de finales del siglo pasado.
El ideal utópico de ciudadanos huérfanos para que puedan sentirse más células del organismo estatal se consolida progresivamente con la formación del estado moderno, que concentra en sí la instrucción y la educación, centraliza la sanidad y la atención a la infancia, debilita las formas familiares de solidaridad y sustituye, cada vez más, a los progenitores y la familia. Todo esto con el fin de dañar a la Iglesia y a la religión de referencia de las familias, que confiaba a las madres la educación, también religiosa, de los niños y enseñaba una procreación que encontraba su lugar humano específico sólo en el matrimonio.
La Iglesia, con su doctrina social, siempre ha enseñado que los hijos son de los padres porque era el único modo para que fueran de Dios. Siempre ha enseñado que del mismo modo que el lugar humano de la procreación es la pareja de esposos, el lugar humano de la educación es la familia. La educación es, de hecho, una continuación y un llevar a cumplimiento la procreación y corresponde originariamente a los progenitores. Diciendo esto la Iglesia sabía que enunciaba un principio evidente de ley moral natural, pero sabía también que sólo así los niños podían ser educados en la piedad cristiana, los rudimentos del catecismo, las oraciones al ángel custodio. A través de los progenitores, y no del estado, la Iglesia podía hacer que los niños conocieran a Jesucristo. Es el revés positivo de la medalla: el estado sustituye a los progenitores para deseducar a los futuros ciudadanos en lo que atañe al Evangelio; la Iglesia se alía con los progenitores, contra el estado, para educar a los futuros ciudadanos en el Evangelio.
Era una verdadera lucha que la Iglesia no parece querer ya combatir. Hoy, no menos que en la República de Platón, los hijos parecen ser del estado, que los asume en las propias estructuras desde el jardín de infancia, los forma según sus propios programas y, como la Iglesia justamente temía, los aleja sistemáticamente de Jesucristo, hablando mal de Él, o no hablando en absoluto. La Iglesia ya no protesta por esto y no apuesta por formas de educación alternativa -como las escuelas parentales-, que serían el único modo para que ella, la Iglesia, volviera a educar a los niños a través de la reapropiación de la función educativa de los progenitores. La escuela parental no es sólo la escuela de los padres, sino que es también la escuela de la Iglesia a través de los padres. Sería un modo para volver al principio según el cual los hijos son de Dios, y no del ministro de educación.
Desde este punto de vista, las democracias occidentales no se diferencian de los regímenes totalitarios. El niño es introducido en el «sistema»: es educado por profesores-funcionarios del estado, uniformemente instruidos por la universidad pública y los cursos de formación ministeriales; es precozmente psicologizado por funcionarios del estado, presentes ya en todas las escuelas; es precozmente sexualizado por funcionarios del estado a través de proyectos curriculares inderogables; en lo que respecta a su salud, es examinado desde que está en el vientre materno y, posiblemente, abortado por parte de funcionarios del estado; es enviado a hacer un Erasmus en cualquier otro país donde aprenderá estilos de vida y valores estandarizados por funcionarios de ese estado-no estado que es la Unión Europea; en su recorrido escolar, se le enseñará a usar los anticonceptivos, incluidos los de «emergencia», y la fecundación artificial para que, a su vez, procree otros niños huérfanos de estado.
La cuestión es que las democracias hacen todo esto sin que se vea. La educación de estado habla de inclusión cuando quiere decir uniformidad; de tolerancia cuando quiere decir inmoralidad; de igualdad de oportunidades cuando quiere decir indiferentismo sexual; de libertad de elección cuando quiere decir sexualización forzada desde el jardín de infancia, según las directrices emanadas por un despacho cualquiera de funcionarios del estado uniformados en el pensamiento único y dominante. De este modo se deja fuera a los progenitores, que incluso se alegran de ello. La Iglesia también se queda fuera y el niño es deformado incluso antes de que oiga por primera vez la palabra «Dios», si alguna vez la oye.
Los hijos son de Dios, se pensaba antes. Era el reconocimiento de lo absoluto de su valor que se fundaba en la gratuidad del don. Sólo lo que no se paga tiene verdaderamente valor. La procreación debe ser un acto gratuito para que, así, se pueda pensar en la nueva vida como un don gratuito. Lo sabía bien la Humanae vitae de Pablo VI, que precisamente sobre una procreación verdaderamente humana fundaba no sólo la moralidad del acto conyugal, sino la moralidad de toda la sociedad. Si no hay gratuidad allí, en el acto inicial de la vida, ¿cómo podrá haber gratuidad en las otras y sucesivas relaciones sociales?
Efectivamente, desde la anticoncepción en adelante, ha habido una degradación progresiva en la percepción pública de la dignidad del niño. Los niños son concebidos en laboratorios, fabricados a partir de embriones descongelados; son dados en acogimiento o adoptados por parejas homosexuales; son divididos y objeto de pelea de progenitores divorciados; son comprados, vendidos y son objeto de contratos en la abominable práctica del vientre de alquiler; son objeto de la intervención de la sanidad pública ante síntomas de «disforia de género»; son convertidos en objetos clínicos o terapéuticos ante el primer síntoma de ligera dislexia o hiperquinesia; son entregados al sistema del espectáculo y de la publicidad desde pequeños y los padres los ven por la mañana y los vuelven a ver sólo por la tarde-noche.
La Iglesia siempre ha enseñado y defendido el derecho del niño a crecer bajo el corazón de su madre y, antes, su derecho a ser concebido de manera humana bajo el corazón de sus progenitores. Cuando la Iglesia decía que la familia es una sociedad pequeña, pero verdadera, o cuando invocaba el respeto a la subsidiariedad, lo hacía mirando a los niños, en el intento de sustraerlos al Leviatán que quiere apropiarse de ellos.
Platón deseaba una fuerte cohesión interna entre ciudadanos y por este motivo el estado que él había pensado le quitaba los hijos a los padres desde su nacimiento. Sin embargo, lo suyo era, claramente, una utopía. Pero después, los sistemas políticos de la comunidad de mujeres, de la planificación centralista de la procreación, de la eugenesia de estado, del género enseñado en todas las escuelas, no han producido, y no producen, ninguna cohesión social; más bien, hacen de nuestros niños, cuando son adultos, individuos débiles, aislados y llenos de temor. Expropiar a los hijos los reduce a cosas.
Monseñor Crepaldi es obispo de Trieste (Italia)
Tomado del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre la doctrina social de la Iglesia
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