Enseñemos a pensar
por Pedro Trevijano
Hablando con un amigo me comentó que estaba haciendo un máster y que un día en clase surgió el tema de cuál era el sentido de la vida y para qué estábamos en este mundo. Aunque casi todos habían ya cumplido los cuarenta, me dijo, fuera de mí, católico practicante, y un protestante, los demás no tenían ni idea de cómo contestar a esta pregunta. Otro amigo mío, subdirector de una fábrica, me comentó que los días que le salían más rentables a la fábrica eran los días en que, llegado a su despacho, se cerraba en él y se dedicaba a pensar los problemas de la fábrica. Y es que el don más grande que Dios nos ha dado es la razón, la inteligencia, la cabeza para que pensemos: en otras palabras, somos animales racionales y en ello nos diferenciamos de los demás animales.
“La educación consiste en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más” (San Juan Pablo II, Discurso en la Unesco, 1980). Y sobre en qué consiste la educación, el mismo Papa nos dice: “Para responder a esta pregunta hay que recordar dos verdades fundamentales. La primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo” (Carta de San Juan Pablo II a las Familias Gratissimam sane nº 16). La educación, por tanto, está al servicio de la verdad, enseñando ante todo qué es lo que está bien y qué es lo que está mal y tiene como objetivo un proceso de maduración o de crecimiento y construcción de la personalidad, y como lo que da sentido a la vida es el amor, educar es transmitir lo mejor que uno ha adquirido a lo largo de la vida, lo que supone fundamentalmente enseñar a amar.
Educar es, pues, la acción de influencia que ejerce alguien sobre otro para que llegue a ser una persona madura y desarrolle así su personalidad. Educar es, ya desde la infancia, sembrar ideales, formar criterios y fortalecer la voluntad, pues todo aprender supone un esfuerzo. La educación ha de ser integral, es decir, afecta a todas las dimensiones humanas. La función de la educación no es sólo instruir o transmitir unos conocimientos, sino formar el carácter y enseñar los valores y comportamientos, persuadiendo mejor que imponiendo. Educar es enseñar a ser libre, fortaleciendo la voluntad, porque a mayor voluntad, mayor libertad. La Verdad nos hace libres, pero ata, ob-liga, porque no es lo mismo ser libre que andar suelto.
Pensar es una gran cosa, pero pensar es también un deber; desgraciado de aquel que cierra voluntariamente los ojos a la luz, y por ello pensar es también una responsabilidad. Busquemos la Verdad, profundicemos en ella y ofrezcámosla a los demás. Cristo es “la Luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (Jn 1,9). La verdad del hombre hay que buscarla en Dios, dejándonos guiar por la fe.
Sobre el papel de la fe en nuestros conocimientos el Concilio Vaticano I nos dice que la Revelación nos ayuda a conocer las cosas divinas “de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno” (D. 1786: DS. 3005), así como: “No sólo no pueden disentir jamás entre sí la fe y la razón, sino que además se prestan mutua ayuda… la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y ciencias humanas, que más bien lo ayuda y fomenta de muchos modos, porque no ignora o desprecia las ventajas que de ellas dimanan para la vida de los hombres” (D. 1799; DS. 3019). En pocas palabras, la fe nos ayuda a pensar mejor y más acertadamente.
Por el contrario, cuando intentamos construir la Historia sin Dios o prescindiendo de Él, ello nos lleva a pretender transformarnos en los seres supremos, con el resultado de que cuando el hombre se olvida de Dios, cae fácilmente en la estupidez, defendiendo cosas que no hay por donde agarrarlas, como su guerra contra la palabra madre, y en el totalitarismo, con su consecuencia de los horrores y los millones de muertos que los regímenes ateos han ocasionado.
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