La envidia
Entre las principales manifestaciones del envidioso está la crítica, la murmuración, la injuria, la difamación, la venganza y el rechazo de las personas envidiadas.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que la envidia es la tristeza que se experimenta ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de apropiárselo. Los psicoanalistas suelen decir que el envidioso es un ser insatisfecho, pues experimenta en lo más profundo de su corazón el rencor y los celos hacia las personas que poseen algo que él desearía tener pero que no tiene o no puede desarrollar.
Las personas envidiosas, en vez de aceptar con paz las propias limitaciones y carencias, manifiestan sentimientos de odio en sus palabras y comportamientos. En algunos casos, incluso desearían destruir o eliminar a todos aquellos que, con su estilo de vida y con sus actuaciones, les recuerdan sus limitaciones y carencias. Por eso, podríamos afirmar que la envidia es una manifestación de la debilidad de la persona en todos los sentidos.
Entre las principales manifestaciones del envidioso está la crítica, la murmuración, la injuria, la difamación, la venganza y el rechazo de las personas envidiadas. En algún caso, como señala el libro del Génesis, quien se deja dominar por la envidia puede llegar incluso a eliminar a su propio hermano de sangre al constatar que es valorado por su conducta o tiene éxito en sus actividades profesionales.
El pecado de la envidia, considerado por San Agustín como “el pecado diabólico por excelencia”, tiene sus raíces en el orgullo y en la soberbia. La persona soberbia y orgullosa se considera a sí misma superior a los demás seres humanos y, en ocasiones, incluso pretende ocupar el lugar reservado a Dios para poder de este modo decidir sobre el bien y el mal. En este pecado incurrieron Adán y Eva al consentir a la tentación del maligno en vez de obedecer a Dios (Gen 3, 1-7).
El décimo mandamiento de la Ley de Dios nos exige a los cristianos que desterremos la envidia de nuestro corazón, pues si nos dejamos dominar por ella podemos llegar a realizar las más graves fechorías. En cualquier caso, la envidia nos impide amar a Dios sobre todas las cosas, acoger el mandamiento del amor y concretar este amor en las relaciones con nuestros semejantes. Con la ayuda de la gracia divina, hemos de luchar contra la envidia practicando la benevolencia, la humildad y el abandono en las manos del Padre celestial.
En nuestros días, no resulta difícil descubrir sentimientos de envidia en las relaciones familiares, sociales y políticas. Esta constatación debería ayudarnos a todos a hacer un examen de conciencia para analizar la motivación de nuestros comportamientos y para pedirle al Señor que nos conceda la gracia de alegrarnos en todo momento por el bien de nuestros hermanos y a no juzgar a nadie por sus comportamientos.
Cuando somos capaces de disfrutar de los buenos momentos de la vida de nuestros hermanos y colaboramos con los talentos recibidos de Dios a la consecución de su felicidad, estamos creciendo como personas y como hijos de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y que hace salir el solo sobre justos y pecadores.
Las personas envidiosas, en vez de aceptar con paz las propias limitaciones y carencias, manifiestan sentimientos de odio en sus palabras y comportamientos. En algunos casos, incluso desearían destruir o eliminar a todos aquellos que, con su estilo de vida y con sus actuaciones, les recuerdan sus limitaciones y carencias. Por eso, podríamos afirmar que la envidia es una manifestación de la debilidad de la persona en todos los sentidos.
Entre las principales manifestaciones del envidioso está la crítica, la murmuración, la injuria, la difamación, la venganza y el rechazo de las personas envidiadas. En algún caso, como señala el libro del Génesis, quien se deja dominar por la envidia puede llegar incluso a eliminar a su propio hermano de sangre al constatar que es valorado por su conducta o tiene éxito en sus actividades profesionales.
El pecado de la envidia, considerado por San Agustín como “el pecado diabólico por excelencia”, tiene sus raíces en el orgullo y en la soberbia. La persona soberbia y orgullosa se considera a sí misma superior a los demás seres humanos y, en ocasiones, incluso pretende ocupar el lugar reservado a Dios para poder de este modo decidir sobre el bien y el mal. En este pecado incurrieron Adán y Eva al consentir a la tentación del maligno en vez de obedecer a Dios (Gen 3, 1-7).
El décimo mandamiento de la Ley de Dios nos exige a los cristianos que desterremos la envidia de nuestro corazón, pues si nos dejamos dominar por ella podemos llegar a realizar las más graves fechorías. En cualquier caso, la envidia nos impide amar a Dios sobre todas las cosas, acoger el mandamiento del amor y concretar este amor en las relaciones con nuestros semejantes. Con la ayuda de la gracia divina, hemos de luchar contra la envidia practicando la benevolencia, la humildad y el abandono en las manos del Padre celestial.
En nuestros días, no resulta difícil descubrir sentimientos de envidia en las relaciones familiares, sociales y políticas. Esta constatación debería ayudarnos a todos a hacer un examen de conciencia para analizar la motivación de nuestros comportamientos y para pedirle al Señor que nos conceda la gracia de alegrarnos en todo momento por el bien de nuestros hermanos y a no juzgar a nadie por sus comportamientos.
Cuando somos capaces de disfrutar de los buenos momentos de la vida de nuestros hermanos y colaboramos con los talentos recibidos de Dios a la consecución de su felicidad, estamos creciendo como personas y como hijos de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y que hace salir el solo sobre justos y pecadores.
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