Viernes, 01 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Dios no es el autor de la confusión


La unión de un  hombre y una mujer en el matrimonio es, por lo tanto, mucho más que una realidad personal. Es la realización consumada de la totalidad del mundo físico tal como fue creado por Dios en el principio, antes de las confusiones que trajo la Caída.

por Anthony Esolen

Opinión

Dos "consultores de diversidad" visitaron recientemente mi universidad para instruir a los administradores de la misma sobre, entre otros, el daño de asumir lo que ahora se llama "heteronormatividad".
 
"¿No habéis leído que el Creador, en principio, los creó hombre y mujer, y dijo: 'Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne?' Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre", afirmó el Señor a los fariseos que querían ponerle a prueba para que dijera algo erróneo sobre el divorcio.
 
Esto debió dejar atónitos incluso a los fariseos, más estrictos en la observancia que sus rivales, los saduceos. Jesús a menudo reprendía a los fariseos por su dureza de corazón, porque pagaban el diezmo de la menta y el comino pero se olvidaban de la misericordia hacia los pobres; pero aquí él habla de la dureza de corazón en relación a la indulgencia de la ley mosaica, no a la severidad. Moisés permitía que la gente se divorciara, dice Jesús, debido a su esclerocardia, si se me permite transcribir del griego, pero "que en el principio no era así". La diversidad fundamental de la raza humana, la división entre masculino y femenino, es desde el principio, desde el principio de las cosas.
 
Esto merece una ulterior consideración, sobre todo en nuestro tiempo de dispersión y confusión. El sagrado autor nos muestra que Dios hizo el mundo mediante la distinción y el límite: el mundo creado no es Dios; Él separó la luz de la oscuridad; puso el firmamento entre el cielo y la tierra; hizo que las aguas retrocedieran para que la tierra apareciera ("hasta aquí y no más lejos", como leemos en el Libro de Job). Él dijo a las cosas que vivieran según su especie, es decir, siguiendo las raíces judías, según sus divisiones naturales; y cuando creó al hombre lo distinguió de las bestias, dotándole con la forma distintiva de lo divino y dándole dominio sobre todas las otras criaturas del mundo. Por lo tanto, Dios no se reduce a la creación, o no surge de ella, como en los cultos paganos; y el hombre no puede elevarse a sí mismo a la vida divina, como en los locos sueños de perfectibilidad humana que han inundado el mundo moderno, pero tampoco puede ser degradado al nivel de la bestia, como en el pesimismo de Darwin y sus discípulos.
 
Como sucede con el sol y la luna, con el mar y la tierra, así con el hombre y la mujer: son lo que son por intención directa del Creador. El universo no es una nube de partículas indiscriminadas, sino que es un universo de cosas, cada una de ellas con su forma especial. El mundo de las cosas vivientes no es una gelatina brillante, sino un mundo de clases: perros, gatos, osos, águilas, gorriones, peces, ballenas. El ser sexuado de la humanidad no es un espectro cambiante o una imagen que se ensancha o se estrecha según el espejo de la casa de la risa en el que uno se mire, sino que es una división neta y clara: varón y mujer Él los creó. Es bueno que deba ser así, porque no hay diversidad sin distinción, separación, ser uno mismo en lugar de fundirse en el caos.
 
La unión del hombre y la mujer en el matrimonio participa de este misterio de distinción, y lo trasciende. El autor sagrado no dice simplemente: "Y esta es la razón por la que los hombres y las mujeres se atraen entre ellos", hablando de manera general y permitiendo excepciones. De hecho, la esencia del matrimonio no depende de la atracción subjetiva, sino de la realidad objetiva y de la intención divina. Por ello, el autor ve en el matrimonio primero la separación, el hombre abandonando, incluso renunciando a su madre y a su padre, y luego la unión, pues se unirá a su mujer y serán -con un eco del inefable nombre de Dios, Yo soy- una sola carne.
 
Quiero resaltar estas últimas palabras de la manera más contundente posible: una sola carne, pero en hebreo es bashar echad, carne-una. Jesús las dijo en arameo y sus oyentes judíos no pudieron evitar oír el sonido de esta solemne palabra final, una. Recordemos la gran oración judía: "¡Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es!". El autor del Génesis había utilizado anteriormente la palabra una sola vez, con similar sonoridad y augurio: "Llamó Dios a la luz 'día' y a las tinieblas llamó 'noche' (…) día primero"; no solamente "el primer día" de una serie, sino yom echad, día-uno. La unión de un  hombre y una mujer en el matrimonio es, por lo tanto, mucho más que una realidad personal. Es la realización consumada de la totalidad del mundo físico tal como fue creado por Dios en el principio, antes de las confusiones que trajo la Caída. Dios pidió a las aves y a las bestias que crecieran y se multiplicaran, pero no predicó sobre ninguna de ellas esta partición divina de los sexos, uno de la otra, y su ser inseparables para formar una sola carne.
 
Por consiguiente, Jesús demuestra que el divorcio es un pecado no sólo contra el cónyuge, sino contra el Creador y la estructura de la creación. En el relato de Mateo donde está incluida esta conversación encontramos la excepción entre paréntesis, me epi porneia, con lo que Jesús establece una distinción entre el matrimonio y el matrimonio fingido que es la fornicación. Porque en griego, como en hebreo, en anglosajón, en alemán y en otros muchos idiomas, no hay distinción entre mujer y esposa. Llamémoslo una prueba evidente del hecho antropológico de que la gente común de todo el mundo ve a los hombres y a las mujeres como maridos y esposas. Ahora bien, si formáis una sola carne pero no ante Dios -si os comportáis como perros que están juntos en un callejón- no hay "divorcio" cuando uno se separa del otro, porque para empezar no hubo matrimonio. Por lo tanto, el matrimonio, aunque imposible de erradicar de la naturaleza sexual creada del hombre y la mujer, no puede reducirse al solo acto sexual.
 
Por consiguiente, la fornicación no es realmente una excepción a la ley sagrada que Jesús revela. No está opuesta al divorcio; no es un billete para salir de la cárcel. Ambos, la fornicación y el divorcio, son más bien pecados contra la unicidad del matrimonio: la fornicación porque se burla de él y está lejos de ser el matrimonio; el divorcio porque rompe la única carne, revirtiendo las palabras del Señor, como diciendo: "Ya no somos uno, sino dos".
 
Y esto nos lleva de nuevo a la "heteronormatividad", que en tiempos sensatos significaba simplemente que uno seguía lo que era obvio y natural, en lugar de perseguir las delirantes fantasías y pasiones del hombre constructor de ídolos. A menudo oigo decir que Jesús nunca dijo nada sobre la sodomía. Es como decir que nunca dijo nada sobre comerse a los niños. El hombre que dijo: "Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos" y que recomendó que más valdría que ataran una piedra de molino al que escandalizara a uno de esos pequeños, apenas necesitaba ser consultado acerca de su opinión sobre los restos de un abortorio. Jesús enumeró la simple fornicación entre los pecados que "salen del hombre y le hacen impuro". Como los fariseos acababan de quejarse de que sus discípulos comían sin lavarse antes las manos, las palabras de Jesús resultan bruscamente escatológicas. Lo que realmente ensucia al hombre y le hace apestar como un retrete, dice él, son los "pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias". Observemos que el Señor no parece pensar que la fornicación está fuera de lugar en esta lista; y tampoco la matiza advirtiendo a sus discípulos de que consideren lo que los jóvenes amantes puedan pensar sobre la cuestión.
 
Ahora echemos un vistazo a la amplia gama de condenas de la sodomía según el Levítico. "No te acostarás con varón como con mujer", dice el Señor, porque "es to’evah", traducido normalmente como "una abominación". Pero esta palabra y las relacionadas con ella de manera más cercana sugieren, en hebreo, tres cosas: ir por muy mal camino, es decir, un vagar confuso y perdido; hedionda inmundicia, como de excremento y enfermedad repugnante; adoración de ídolos, con su combinación de extraño y asqueroso (pensemos en Moloc y en los pequeños carbonizados). Yacer con un hombre como con mujer es entrar en la irrealidad, la no creación; es como ensuciarse con excremento, o como comer porquería no hecha para ser alimento; es como adorar ídolos que son tohu w’vohu, inútiles y vacíos, como el vacío del mundo antes de que Dios dijera: "Exista la luz".
 
Por consiguiente, San Pablo habla en armonía con Moisés y Jesús cuando dice que los hombres pecadores se alejaron del Creador invisible, revelado en las cosas visibles del mundo natural, y "se ofuscaron en su razonamiento", literalmente vano, vacío y despreciable; pensemos en el término hebreo tohu aplicado a espacios yermos y a la necedad de los ídolos paganos. Ellos invirtieron la creación y cambiaron -podríamos decir intercambiaron, canjearon- la gloria de Dios por una imagen de hombre corruptible y, descendiendo aún más, por imágenes de aves y bestias de cuatro patas y de cualquier cosa que se deslizara sobre la tierra. La imaginación pasó de lo infrahumano a lo antinatural, de la verdad de Dios a la mentira, "pues sus mujeres cambiaron las relaciones naturales por otras contrarias a la naturaleza, de igual modo los hombres", se abrasaron en sus deseos, unos de otros, recibiendo en sí mismos, dice Pablo empleando una espeluznante escatología propia, el pago merecido por su extravío, su error. Es to’evah, vagar perdido, inmundicia e idolatría.
 
No es que nosotros y el resto de la humanidad estemos mejor, porque Pablo nos golpea con su propia lista de cosas que hacen de nosotros personas pecaminosas: porque los hombres "estaban llenos de toda clase de injusticia, maldad, codicia, malignidad; henchidos de envidias, de homicidios, discordias, fraudes, perversiones; difamadores, calumniadores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, crueles, despiadados".
 
Esto es lo que somos, abandonados a nuestras propias y variadas imposturas, malditos y reducidos de hombres malos a bestias, a demonios, a la nada y la necedad. "No hagáis lo que se hace en la tierra de Canaán", dijo el Señor a Moisés. "No hagáis lo que hacen los fariseos o los gentiles", dice Jesús. "No os amoldéis a este mundo", dice San Pablo, "sino transformaos por la renovación de la mente".
 
Ahí está la diversidad, la distinción, el carácter de la Iglesia, el signo de contradicción: porque sólo lo que viene desde más allá del mundo puede salvar al mundo, y sólo lo que se eleva más allá de la confusión del hombre puede elevar a los hombres a la plenitud de Cristo, para que así sean hombres completos. Tal vez el año que viene sería mejor contratar a un misionero católico.

Publicado en Crisis Magazine.
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).
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