Entre adivinos y profetas
Cuando nos bautizan quedamos revestidos de Cristo. Esto nos hace ser sacerdotes, profetas y reyes. Creo que los católicos no hemos sido conscientes del calado de este hecho y pensamos, por ejemplo, que un profeta es una especie de arcaico adivino especializado en religión. ¡Uf, que mala pinta tiene eso! Un bicho raro para ser hoy en día, cuando llevamos todo el saber —Google y YouTube— en el bolsillo.
Pero quiero insistir, y voy a insistir, en un aspecto poco conocido de eso de ser profetas. Hace ya algunos años, a un buen religioso javeriano le oí hacer una reflexión sobre la que he vuelto muchas veces. Su planteamiento era el siguiente: un adivino es una persona que, interpretando hechos actuales —el cómo caen unas tabas, el cómo salen unas cartas de un mazo, la posición de los astros… o hechos personales, sociales e, incluso, estadísticos—, intenta predecir el futuro. Un profeta, sin embargo, es alguien bien diferente: a la luz de las certezas últimas, la inmortalidad del alma, la resurrección de la carne, el triunfo de Cristo en la Historia, la existencia del Juicio y la Gloria… es capaz de interpretar y dar sentido a los hechos actuales. Esta reflexión me parece muy jugosa porque todos, por el bautismo, estamos llamados a ser profetas. Sin embargo, nos gusta mucho más hacer de adivinos.
Si nos fijamos con atención en nosotros mismos, estamos continuamente viviendo la vida como adivinos y no como profetas, como queriendo ser ansiosamente dueños del futuro, pero de una forma temerosa, pensando para nuestros adentros: que el mundo se pare, agarrémonos fuerte a lo que tenemos ahora y cambiemos lo que no nos guste para asegurarnos el mañana. Un mañana intramundano, mezquino y corto. Esta actitud, que es común a todos los hombres porque tiene un pie en el instinto de supervivencia, tiene, sin embargo, el otro pie en el pecado original y sus secuelas. De alguna manera hay en ello algo blasfemo pues, en el fondo, subyace la idea de que Dios se ha equivocado al hacer las cosas. En su génesis está la desconfianza original. Es eso que un político español reciente, de nefasto recuerdo, decía en uno de sus mítines: “Habéis oído decir que la verdad os hará libres, pero yo os digo ¡la libertad os hará verdaderos!”.
El profeta es enteramente libre porque conoce las verdades últimas. El adivino es libertinamente esclavo porque genera su "verdad" y su futuro, pero una “verdad” perversa y un futuro siniestro. La historia personal propia y ajena, y la historia humana en su conjunto, no dejan obsesivamente de mostrárnoslo.
El profeta despliega su ala delta al viento del espíritu, con vértigo sí, pero con libertad y sin miedo, planea largo y gozoso, porque conoce el final de su viaje. Mientras, el adivino echa raíces en tierra porque teme el ímpetu del viento y hoza en el barro buscando sentido al futuro. El profeta sabe que nuestro Dios no conoce la derrota, que habrá un día del "Juicio Final por la tarde", donde todo dolor será profundamente sanado, toda injusticia generosamente restaurada, toda crueldad hartamente consolada y todo esfuerzo infinitamente recompensado. El adivino, sin embargo, camina mirando al suelo, a un suelo que intenta interpretar y no entiende, mientras espera desesperado la muerte. Hay que retomar el ser profetas, con fe, esperanza y caridad, y dejar de ser “prudentitos”. Hay que sobrevolar sobre las cosas sin enfangarse demasiado en ellas, sabiendo que un mañana nos espera. Un mañana en el que esas mismas cosas y el cosmos entero adquirirán su último sentido.
Cuatro amigos llevan un paralítico en una camilla. Como la casa está repleta de gente y no pueden pasar por la puerta, abren un agujero en el techo y descuelgan la camilla con cuerdas. Los amigos, profetas, ya visualizan el milagro. Los presentes, adivinos, sólo ven el destrozo causado. Aunque esto es aplicable a toda la vida, para aterrizar en algo concreto y actual, voy a poner un ejemplo asequible: ante el futuro de un embarazo no deseado, o de origen violento o de riesgo, el profeta profetiza el amor, el adivino adivina terror... Para el profeta todo es gracia, para el adivino todo es nada.
Hace poco oí una anécdota que arroja aún más luz sobre este tema. Un matrimonio adinerado, buena gente, tenían una hija joven que se fue religiosa misionera a un país de África. Algún tiempo después, sus padres fueron a visitarla y la encontraron viviendo con otras hermanas en una cabaña pequeña, con el piso de tierra, con camastros a ras de suelo, sin estancias ni servicios, tremendamente pobre. Sus padres, al verla en esas condiciones, le dijeron: podemos construiros aquí, para ti y las hermanas, una residencia mayor y más digna. Entonces, ella, lanzó su profecía: no, así está bien. Preferimos vivir en el Amor que en el temor.
Para el cristiano toda la vida debe estar marcada por esta forma de concebir la existencia, en las relaciones, en el trabajo, en todas las esferas del ser. No sólo en momentos cruciales, nacimientos, defunciones, casamientos, decisiones importantes… sino en los más mínimos detalles del día a día, detalles de lo ordinario, fáciles o difíciles, felices o infelices, grandes y visibles o íntimos e invisibles. Como sugería San Agustín, no es lo mismo decir "se ha acabado el pan" que "se ha acabado el traje". Cuando se acaba el pan, ya no hay más pan. Cuando se acaba el traje, se empieza a disfrutar de él. Para el adivino, al igual que el pan se acaba, se acaba la vida. Muy al contrario, para el profeta, la vida es la confección de un traje para entrar revestido en la Gloria.
¡Resucitemos al profeta que todos llevamos dentro y matemos de hambre al adivino!
Ahí lo dejo.
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