El inquisidor japonés se equivocó
por José Luis Restán
Para mí el momento central de la visita del Papa a Japón ha sido su oración en la colina de los mártires de Nagasaki. Como dijo Francisco, en ese monte la luz del Evangelio brilló en un amor que triunfó sobre la persecución y la espada. Aquel monte en el que se levanta hoy un santuario, proclama que la última palabra no pertenece a la muerte sino a la vida. Es verdad que allí recordamos la oscuridad de la muerte y de la injusticia que sufrieron tantos inocentes, pero también se anuncia la luz de la resurrección.
Contemplando este momento de la visita papal es imposible no recordar algunas escenas tremendamente duras de la película Silencio, sobre la persecución de los primeros cristianos japoneses y los dilemas morales que se presentaban a los misioneros, tentados por la apostasía como forma de proteger a su propio pueblo que estaba siendo asesinado por profesar la fe en Cristo. En una de las escenas el inquisidor japonés plantea al misionero protagonista la inutilidad de su resistencia, ya que la fe cristiana jamás podría arraigar en Japón, y hace recaer sobre él la muerte cruel a la que están destinados sus cristianos. Durante casi tres siglos, pareció que el verdugo había tenido razón, pero en silencio miles de cristianos mantuvieron secretamente su fe y la transmitieron de generación en generación sin poder celebrar los sacramentos.
Francisco ha hablado a los católicos japoneses de esta hora como herederos de aquellos mártires cuya sangre ha sido verdadera semilla de la vida nueva que Jesucristo quiere ofrecer al mundo. Algo que en aquellos momentos terribles podía parece un salto en el vacío: ¿quién podía atreverse a vislumbrar en aquellas horas terribles una «victoria»? Verdaderamente el Señor de la historia tiene extraños caminos. El hecho es que esa herencia, grabada a fuego en el pequeño pueblo cristiano de Japón, es un antídoto contra el desaliento, contra la estrechez de nuestros cálculos, una invitación a descansar en la gran paciencia de Dios. Finalmente el inquisidor no tenía razón, y la pequeña planta del cristianismo nipón ha mostrado una persistencia contra todo pronóstico.
Al regresar a Roma, en el avión, Francisco expresaba una curiosa distinción entre lo que había visto en Hiroshima y Nagasaki: ambas sufrieron la bomba atómica, y eso las hace similares, pero Nagasaki tiene raíces cristianas muy antiguas, marcadas por siglos de persecución. Este fenómeno, según Francisco, «relativiza», en el buen sentido de la palabra, la bomba atómica. En ambas ciudades ocurrió el desastre atómico, pero es como si en Nagasaki se abriera una perspectiva diferente. Por eso el Papa ha pedido que la memoria de los mártires no sea una gloriosa reliquia de gestas pasadas, bien guardada y honrada en un museo, sino un fuego vivo en el alma, que nos permita caminar con humildad, libertad y valentía, como cristianos en nuestro mundo de hoy.
Publicado en Alfa y Omega.