Los cuerpos del purgatorio
Ya no sabemos amortajar a nuestros muertos. No les rendimos el homenaje de la última ternura.
por Fabrice Hadjadj
Rezamos por las almas del purgatorio, pero ¿qué hacemos por sus cuerpos? Últimamente he vuelto a pensar en ello a causa de una película bellísima, Los combatientes, de Thomas Cailley, que concreta muchos temas de nuestro tiempo. Nada más comenzar, los dos hijos de un carpintero que acaba de morir se encuentran en la oficina de un empresario de pompas fúnebres. Se quejan de la calidad de sus ataúdes y denuncian su precio exorbitante. Deciden entonces volver al taller de su padre y ponerse al tajo: eligen la mejor madera, sierran, cepillan, pulen, ajustan y clavan las tablas de este féretro en el que han puesto toda su piedad manual. En vano. Porque la Agencia Nacional de Higiene se niega a concederles la “autorización”. Tendrán que comprar una de esas cajas industriales que, con arreglo al artículo R. 2213-25 del Código General de Colectividades Territoriales, posea sobre todo “un revestimiento interior fabricado con un material biodegradable y aprobado por el Ministerio de Sanidad”.
El artículo "Los cuerpos del purgatorio", que reproducimos por gentileza de la editorial Homo Legens, es un capítulo del libro Últimas noticias del hombre (y de la mujer), de Fabrice Hadjadj.
Al final de su novela Ferragus, escribe Balzac: “Pocas personas saben de los debates de un dolor verdadero con la civilización, con la administración parisina [...]. En una ciudad donde se paga por el número de lágrimas bordadas en los paños negros, donde las leyes admiten siete tipos de entierro o donde se vende a precio de plata la tierra de los muertos, donde se explota el duelo, por partida doble, donde las plegarias de la iglesia cuestan caro, es imposible que algo se salga de los límites que la administración ha impuesto al dolor”. Pero lo más duro es pensar que el cuerpo de la persona que hemos amado, que seguimos amando, de nuestro padre, nuestra mujer o nuestro hijo será manoseado por unos desconocidos con autorización, eso sí, y, por supuesto, con toda la destreza adquirida en la Escuela Nacional de Oficios Funerarios, que se merecen con mucho su salario para que conservemos las manos limpias.
Así es el avance de nuestra civilización: una mercantilización del rito más elemental —que deja al momento de ser un rito para ser una transacción comercial—, de modo que nos remontamos más allá de la piedad que poseía hasta el hombre prehistórico. Ya no sabemos amortajar a nuestros muertos. No les rendimos el homenaje de la última ternura. Hoy, las santas mujeres no se dirigirían a la tumba con los aromas. Tendrían que pagar a algún especialista autorizado por la administración romana. En esas condiciones, no es seguro que el Resucitado aceptara aparecerse...
En México, a finales de los años 1960, Ivan Illich queda conmocionado por la promulgación de una ley que obliga a las familias, a partir de ese momento, a pasar por las empresas de pompas fúnebres. Lo recordará más tarde en uno de sus libros: “El deber de lavar a los muertos fue elevado por la Iglesia a la dignidad de acto de misericordia. Ignacio de Loyola lo imponía a sus novicios antes de que pronunciaran sus votos para ser admitidos en la orden de los jesuitas”. No creo que la Compañía de Jesús haya conservado esa tradición. Desapareció como han desaparecido las cofradías, los ritos familiares y todas aquellas prácticas que nos hacían ser más lúcidos y estar más vivos, porque nos ponían en contacto con un muerto que pesaba como tal. Pero ya no se trata de volver a eso. El futuro está en el reciclaje científico llevado a cabo por los mejores expertos: aprovechar piezas, fabricar fertilizantes, conseguir energías renovables... La empresa americana B&L Cremation Systems propone recuperar el calor de las incineraciones: un solo cadáver humano permitiría que 1500 hogares pudieran ver un episodio de su serie favorita.
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