Ermitas de Pastrana
Mientras me agachaba para besar la piedra donde descansó la cabeza del más divino de nuestros poetas me treparon las lágrimas a los ojos, como un golpe de mar. Hay que viajar a Pastrana para entender la España que se fue.
Para despedirme (por ahora) de las dos mujeres -la princesa tuerta y la santa andariega- que han acompañado mis sueños y vigilias durante los últimos años, viajo una vez más hasta Pastrana, donde ambas coincidieron y chocaron como dos castillos de diamante relumbrando al sol berroqueño de aquella España que se fue, tal vez para nunca más volver. Después de ambientar una novela en Pastrana se me ha quedado la querencia de esta villa, que sigue conservando, en delicada y rara mezcla, un alma a la vez palaciega y recoleta, señorial y ermitaña, que es su seña más distintiva y subyugadora.
El viajero lo descubre en seguida, impresionado primero por la imponente mole del palacio renacentista donde vivió y penó la princesa de Éboli, y después extraviado por el dédalo de callejuelas empinadas y menestrales. Pastrana no ha sufrido los expolios característicos de la especulación inmobiliaria; y pasearla es una grata tregua para nuestra sensibilidad estragada por tantos engendros arquitectónicos. El barrio del Albaicín nos evoca la laboriosidad de una villa dedicada en otro tiempo a la industria textil; la Colegiata, que llegó a tener un cabildo casi tan numeroso como el de la catedral de Toledo, nos deslumbra con sus riquísimos tapices flamencos, sus tallas y pinturas barrocas, su cripta en la que doña Ana de Mendoza espera la resurrección de la carne. Para imaginar el esplendor de Pastrana no hace falta sino entrar en su palacio y alzar la mirada hacia los riquísimos artesonados que cubren los techos de sus principales estancias; o subir hasta el convento de San Francisco, cruelmente desamortizado, o hasta el más alejado convento del Carmen, que primero lo fue de frailes carmelitas (también expulsados por el bellaco de Mendizábal) y después de franciscanos, hasta convertirse en uno de los centros más florecientes de la orden, que abastecía desde este lugar sus misiones en Filipinas.
Este gigantesco convento del Carmen hoy desierto, víctima como tantos otros de la ‘primavera del Concilio’, fue en su origen apenas una ermita con su palomar, entregados por los príncipes de Éboli a un par de ermitaños napolitanos, Mariano Azzaro (un arbitrista que quiso hacer navegable el Guadalquivir hasta Córdoba) y Juan de la Miseria (un pintor algo chapucero al que debemos el único retrato de la Santa abulense que ha llegado hasta nosotros). Teresa de Jesús cameló a estos dos ermitaños, incorporándolos a la orden carmelita descalza, que de este modo sumó su segundo convento de frailes, después de Duruelo. El convento del Carmen de Pastrana aún conserva la ermita originaria en la que se fundó, así como otras subterráneas muy próximas, seguramente excavadas por el propio Mariano Azzaro, que me han servido para entender mejor el espíritu originario de la reforma promovida por Santa Teresa. Entre las ermitas de Pastrana -que pude visitar por gentileza de Ignacio Ranero, alcalde de la villa- provoca especial pasmo la popularmente llamada del Santo Sordo, en alusión a fray José de la Virgen, un carmelita de principios del siglo XVIII que pintó sus techos y paredes con frescos de trazo rústico y los adornó con tibias y calaveras (que el vandalismo turístico ha despojado en parte), así como con cartelas de pergamino en las que se reproducen meditaciones patrísticas. La angostura del lugar, su aspereza de cueva donde se amojaman las carnes y se purifican las almas, su invitación a meditar sobre la fugacidad de la vida, dejan al viajero estremecido y turbado. Pero no tanto como la aledaña cueva de San Juan, en la arriscada pared del altozano, donde se recogía para hacer sus penitencias y componer sus versos San Juan de la Cruz, a quien Santa Teresa llamaba su «medio fraile», por lo menguado y escuchimizado que era. En la cueva sombría, excavada en la roca, enseguida se descubre el altar en el que aquel frailecico oficiaba la misa (¡cuánto gusto le daría a Dios hacerse carne y sangre en las manos de quien supo cantarlo con palabras tan sublimes y enamoradas!), y el pequeño hueco en el que dormía sobre el suelo, utilizando una piedra para reclinar el cuello, a imitación de Cristo.
Basta visitar esta cueva lóbrega y compararla con la vida burguesona y rutinaria que, con el tiempo, se adueñaría de tantas órdenes religiosas para entender el eclipse de una Iglesia asimilada al mundo que hoy padecemos. Mientras me agachaba para besar la piedra donde descansó la cabeza del más divino de nuestros poetas me treparon las lágrimas a los ojos, como un golpe de mar. Afuera, al sol berroqueño del mediodía, exultaban de gozo la calandria y el ruiseñor; y en sus trinos cabía, restallante y purísimo, todo el Cántico espiritual. Hay que viajar a Pastrana para entender la España que se fue. Quiera Dios que vuelva algún día, aunque mis ojos ya no la vean.
El viajero lo descubre en seguida, impresionado primero por la imponente mole del palacio renacentista donde vivió y penó la princesa de Éboli, y después extraviado por el dédalo de callejuelas empinadas y menestrales. Pastrana no ha sufrido los expolios característicos de la especulación inmobiliaria; y pasearla es una grata tregua para nuestra sensibilidad estragada por tantos engendros arquitectónicos. El barrio del Albaicín nos evoca la laboriosidad de una villa dedicada en otro tiempo a la industria textil; la Colegiata, que llegó a tener un cabildo casi tan numeroso como el de la catedral de Toledo, nos deslumbra con sus riquísimos tapices flamencos, sus tallas y pinturas barrocas, su cripta en la que doña Ana de Mendoza espera la resurrección de la carne. Para imaginar el esplendor de Pastrana no hace falta sino entrar en su palacio y alzar la mirada hacia los riquísimos artesonados que cubren los techos de sus principales estancias; o subir hasta el convento de San Francisco, cruelmente desamortizado, o hasta el más alejado convento del Carmen, que primero lo fue de frailes carmelitas (también expulsados por el bellaco de Mendizábal) y después de franciscanos, hasta convertirse en uno de los centros más florecientes de la orden, que abastecía desde este lugar sus misiones en Filipinas.
Este gigantesco convento del Carmen hoy desierto, víctima como tantos otros de la ‘primavera del Concilio’, fue en su origen apenas una ermita con su palomar, entregados por los príncipes de Éboli a un par de ermitaños napolitanos, Mariano Azzaro (un arbitrista que quiso hacer navegable el Guadalquivir hasta Córdoba) y Juan de la Miseria (un pintor algo chapucero al que debemos el único retrato de la Santa abulense que ha llegado hasta nosotros). Teresa de Jesús cameló a estos dos ermitaños, incorporándolos a la orden carmelita descalza, que de este modo sumó su segundo convento de frailes, después de Duruelo. El convento del Carmen de Pastrana aún conserva la ermita originaria en la que se fundó, así como otras subterráneas muy próximas, seguramente excavadas por el propio Mariano Azzaro, que me han servido para entender mejor el espíritu originario de la reforma promovida por Santa Teresa. Entre las ermitas de Pastrana -que pude visitar por gentileza de Ignacio Ranero, alcalde de la villa- provoca especial pasmo la popularmente llamada del Santo Sordo, en alusión a fray José de la Virgen, un carmelita de principios del siglo XVIII que pintó sus techos y paredes con frescos de trazo rústico y los adornó con tibias y calaveras (que el vandalismo turístico ha despojado en parte), así como con cartelas de pergamino en las que se reproducen meditaciones patrísticas. La angostura del lugar, su aspereza de cueva donde se amojaman las carnes y se purifican las almas, su invitación a meditar sobre la fugacidad de la vida, dejan al viajero estremecido y turbado. Pero no tanto como la aledaña cueva de San Juan, en la arriscada pared del altozano, donde se recogía para hacer sus penitencias y componer sus versos San Juan de la Cruz, a quien Santa Teresa llamaba su «medio fraile», por lo menguado y escuchimizado que era. En la cueva sombría, excavada en la roca, enseguida se descubre el altar en el que aquel frailecico oficiaba la misa (¡cuánto gusto le daría a Dios hacerse carne y sangre en las manos de quien supo cantarlo con palabras tan sublimes y enamoradas!), y el pequeño hueco en el que dormía sobre el suelo, utilizando una piedra para reclinar el cuello, a imitación de Cristo.
Basta visitar esta cueva lóbrega y compararla con la vida burguesona y rutinaria que, con el tiempo, se adueñaría de tantas órdenes religiosas para entender el eclipse de una Iglesia asimilada al mundo que hoy padecemos. Mientras me agachaba para besar la piedra donde descansó la cabeza del más divino de nuestros poetas me treparon las lágrimas a los ojos, como un golpe de mar. Afuera, al sol berroqueño del mediodía, exultaban de gozo la calandria y el ruiseñor; y en sus trinos cabía, restallante y purísimo, todo el Cántico espiritual. Hay que viajar a Pastrana para entender la España que se fue. Quiera Dios que vuelva algún día, aunque mis ojos ya no la vean.
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