«Fratelli tutti»
Nunca una encíclica papal había sido acogida con tanta olímpica indiferencia por la llamada «opinión pública» como la reciente Fratelli tutti de Francisco. Y resulta un hecho muy poderosamente llamativo, pues Francisco no elige como destinatarios de su encíclica a los fieles católicos, sino a «todas las personas de buena voluntad».
Cuando uno lee las grandes encíclicas, se queda pasmado ante la potente mirada de águila -abarcadora y perspicaz- de una mente arquitectónica. Lamentablemente, esta mente arquitectónica y esta mirada de águila -que sólo proporciona la filosofía perenne- se hallan ausentes de la mayoría de encíclicas papales de las últimas décadas, caracterizadas unas por el fárrago y el aluvión, otras por un cierto ensimismamiento fragmentario que no acierta a dilucidar la multiforme realidad. Nadie podrá acusar a Francisco de «ensimismamiento», pues desde luego es hombre al que nada humano le es ajeno; pero, a la postre, esa infinita curiosidad por la multiforme realidad propende peligrosamente al batiburrillo, a veces incluso al lugar común.
La encíclica está escrita bajo la advocación de San Francisco de Asís. Pero incurre en el error que denunciaba Chesterton, consistente en presentarlo como un «adelantado a su tiempo», como un pionero de la democracia, como un apóstol del ecologismo, como un hombre de exquisita sensibilidad social o un execrador de la riqueza… En fin, como un precursor de cualquier moda ideológica moderna. Y todo ello a la vez que lo verdaderamente constitutivo de su personalidad queda eludido. Así ocurre, por ejemplo, cuando Francisco caracteriza la visita de San Francisco de Asís al sultán de Egipto como un anhelo de «abrazar a todos»; pero se le olvida añadir «en la de fe de Cristo»; pues lo que el Poverello en verdad anhelaba era que el sultán abjurase de su herejía. Y, finalmente, fracasó; pero su fracaso engrandece a nuestros ojos su figura.
A Francisco, en cambio, lo empequeñece el miedo al fracaso; de ahí que asuma como propio un lenguaje que halaga la mentalidad de la época, llegando en algunos casos a propalar consignas mundialistas (como cuando renuncia a una lectura sobrenatural del coronavirus). Acierta cuando execra los «planteamientos económicos» y las «visiones» antropológicas liberales; pero su execración, al renunciar a explicar los errores teológicos y filosóficos subyacentes en tales visiones y planteamientos, sólo sirve para que rabien los neocones y exulten los progres (que, por lo demás, han asumido todos los errores teológicos y filosóficos del liberalismo). Y, a la postre, el propio Francisco asume esos errores, al fundar la fraternidad universal en conceptos extraños a la tradición católica como los «derechos humanos», la «libertad religiosa» y demás flores pútridas del jardín liberal (las mismas que han regado sus inmediatos predecesores). De este modo, la encíclica se desliza hacia la cháchara sociológica, cuando no hacia un cierto utopismo ruborizante, que desgrana casuismos tal vez pertinentes en una catequesis parroquial, pero chocantes en una encíclica.
Fratelli tutti, a la postre, nos confirma que, mientras la Iglesia no recupere aquella mente arquitectónica y aquella mirada de águila que sólo proporciona la filosofía perenne, su destino no será otro que la irrelevancia, con algún ocasional momento de participación a modo de comparsa en el rifirrafe ideológico, en el que hará exultar o rabiar a progres o neocones, dependiendo de la «sensibilidad» del pontífice de turno. Que será utilizado como mascota de unos u otros, mientras alegremente retozan (y de paso se ciscan) entre las ruinas de lo que antaño fue una prodigiosa arquitectura.
Publicado en ABC.