Los dos enemigos de Hegel
Hegel sabe perfectamente que el sentido común y la revelación divina van por el mismo camino hacia el conocimiento de la realidad; y, por lo tanto, son ambos enemigos que la filosofía idealista debe tratar de oscurecer, para conducir a los pueblos por el camino que niega la naturaleza de las cosas, que es como se logra la dominación de las masas.
A Juan Antonio Reig Pla
Hay dos formas de hacer política. La primera, que podríamos denominar realista, considera que existe un orden del ser sobre el que actúan los hombres, para mantenerlo o perfeccionarlo mediante acciones virtuosas al servicio de la comunidad. La segunda, que podríamos designar idealista, niega la existencia de un orden del ser y establece la primacía de la idea que la razón se hace sobre el mundo e impone mediante acciones de fuerza. Mientras la primera se rige por el sentido común (es decir, por el juicio razonables sobre las cosas), la segunda se rige por la soberbia de una razón ilimitada que ya no se conforma con hacer juicios a partir de la naturaleza de las cosas, sino que lucubra a partir de ideas que luego impone sobre las cosas, prescindiendo de su naturaleza. No hace falta añadir que hoy ha triunfado la segunda forma de hacer política, en su expresión edulcoradamente democrática, que proclama la soberanía de cada hombre haciendo creer a las masas que las “iluminaciones” que antaño sólo tenían los déspotas las puede tener ahora cualquier hijo de vecino, con tal de que se deje conducir por “la libertad que lo autorrealiza” (o sea, por sus pasiones desenfrenadas).
Por supuesto, la política idealista desprecia profundamente al pueblo. Este desprecio alcanza su apogeo expresivo en Maquiavelo (quien habitualmente lo llama “chusma”) y adquiere plena formulación filosófica en Hegel, que en el prólogo de su Fenomenología del espíritu arremete ferozmente contra “el sentido común y la inmediata revelación de la divinidad, que no se molestan en cultivarse con la filosofía”. Resulta muy llamativo que Hegel, el auténtico padre de la política moderna, empareje el sentido común del pueblo llano y la revelación divina, que a los tontos útiles pueden parecer instancias antípodas. Pero Hegel, que es la inteligencia más portentosa que ha existido desde Aristóteles (aunque la suya sea una inteligencia al servicio del mal), sabe perfectamente que el sentido común y la revelación divina van por el mismo camino hacia el conocimiento de la realidad; y, por lo tanto, son ambos enemigos que la filosofía idealista debe tratar de oscurecer, para conducir a los pueblos por el camino que niega la naturaleza de las cosas, que es como se logra la dominación de las masas.
A partir de ese momento, todo lo que la soberbia de la razón se atreva a concebir será real, aunque sean las mayores quimeras y aberraciones, porque –como luego afirmará el hegeliano Marcuse- “es derecho de la razón configurar la realidad”. Antaño, este totalitarismo se realizaba mediante la imposición de las ideas de los déspotas; hogaño, se realiza convirtiendo a las masas en una piara dominada por las pasiones. Para ello se exaltan tales pasiones y se concede a las masas el derecho a “configurar la realidad”; pero, por supuesto, no será un derecho a gran escala (que llevaría a las masas a meter mano al Dinero que los déspotas siguen monopolizando), sino reducido a la escala de su propia bragueta. Y así, permitiendo que las masas puedan reconfigurar su bragueta (lo mismo cambiándose de sexo como quien se cambia de camisa que abortando como quien se quita una verruga), las masas se endiosan y creen soberanas (aunque el Dinero ni lo huelan); es decir, se creen (¡cuitadas!) sujeto político activo. Y, por supuesto, el tirano les ofrecerá todos los instrumentos legales para que puedan revolverse contra quien se atreva a mencionar el sentido común y la revelación divina, esos dos enemigos concurrentes detectados por Hegel. Así, persiguiendo públicamente a los temerarios que todavía osan invocar el sentido común y la revelación divina se logra, además, que los tibios callen pusilánimes, como osos amorosos y capones.
Publicado en ABC.
Hay dos formas de hacer política. La primera, que podríamos denominar realista, considera que existe un orden del ser sobre el que actúan los hombres, para mantenerlo o perfeccionarlo mediante acciones virtuosas al servicio de la comunidad. La segunda, que podríamos designar idealista, niega la existencia de un orden del ser y establece la primacía de la idea que la razón se hace sobre el mundo e impone mediante acciones de fuerza. Mientras la primera se rige por el sentido común (es decir, por el juicio razonables sobre las cosas), la segunda se rige por la soberbia de una razón ilimitada que ya no se conforma con hacer juicios a partir de la naturaleza de las cosas, sino que lucubra a partir de ideas que luego impone sobre las cosas, prescindiendo de su naturaleza. No hace falta añadir que hoy ha triunfado la segunda forma de hacer política, en su expresión edulcoradamente democrática, que proclama la soberanía de cada hombre haciendo creer a las masas que las “iluminaciones” que antaño sólo tenían los déspotas las puede tener ahora cualquier hijo de vecino, con tal de que se deje conducir por “la libertad que lo autorrealiza” (o sea, por sus pasiones desenfrenadas).
Por supuesto, la política idealista desprecia profundamente al pueblo. Este desprecio alcanza su apogeo expresivo en Maquiavelo (quien habitualmente lo llama “chusma”) y adquiere plena formulación filosófica en Hegel, que en el prólogo de su Fenomenología del espíritu arremete ferozmente contra “el sentido común y la inmediata revelación de la divinidad, que no se molestan en cultivarse con la filosofía”. Resulta muy llamativo que Hegel, el auténtico padre de la política moderna, empareje el sentido común del pueblo llano y la revelación divina, que a los tontos útiles pueden parecer instancias antípodas. Pero Hegel, que es la inteligencia más portentosa que ha existido desde Aristóteles (aunque la suya sea una inteligencia al servicio del mal), sabe perfectamente que el sentido común y la revelación divina van por el mismo camino hacia el conocimiento de la realidad; y, por lo tanto, son ambos enemigos que la filosofía idealista debe tratar de oscurecer, para conducir a los pueblos por el camino que niega la naturaleza de las cosas, que es como se logra la dominación de las masas.
A partir de ese momento, todo lo que la soberbia de la razón se atreva a concebir será real, aunque sean las mayores quimeras y aberraciones, porque –como luego afirmará el hegeliano Marcuse- “es derecho de la razón configurar la realidad”. Antaño, este totalitarismo se realizaba mediante la imposición de las ideas de los déspotas; hogaño, se realiza convirtiendo a las masas en una piara dominada por las pasiones. Para ello se exaltan tales pasiones y se concede a las masas el derecho a “configurar la realidad”; pero, por supuesto, no será un derecho a gran escala (que llevaría a las masas a meter mano al Dinero que los déspotas siguen monopolizando), sino reducido a la escala de su propia bragueta. Y así, permitiendo que las masas puedan reconfigurar su bragueta (lo mismo cambiándose de sexo como quien se cambia de camisa que abortando como quien se quita una verruga), las masas se endiosan y creen soberanas (aunque el Dinero ni lo huelan); es decir, se creen (¡cuitadas!) sujeto político activo. Y, por supuesto, el tirano les ofrecerá todos los instrumentos legales para que puedan revolverse contra quien se atreva a mencionar el sentido común y la revelación divina, esos dos enemigos concurrentes detectados por Hegel. Así, persiguiendo públicamente a los temerarios que todavía osan invocar el sentido común y la revelación divina se logra, además, que los tibios callen pusilánimes, como osos amorosos y capones.
Publicado en ABC.
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