Anomia en la vida de la Iglesia
En la vida de las comunidades políticas, existe un ordenamiento jurídico de cuyo debido cumplimiento depende, en gran manera, la felicidad de los ciudadanos y habitantes que viven en los países correspondientes. Las leyes se justifican por el bien común político concreto en cada una de estas sociedades.
De un modo similar, mutatis mutandis (cambiando lo que hay que cambiar), también en la vida de la Iglesia existe un bien común eclesial –si cabe la expresión–, una de cuyas realizaciones es la salus animarum (salud de las almas, cf. Código de Derecho Canónico, canon 1752) como lex suprema (ley suprema). Dicho de otra manera, todo se ordena a ese fin. Las leyes –también las de la Iglesia– existen para ser cumplidas en orden al bien común. Tanto la autoridad eclesiástica como los simples christifideles –fieles cristianos– están obligados a su cumplimiento. Podría decirse, inclusive, que la autoridad eclesiástica todavía más, dado que ella es la “cuidadora” de la comunidad de la Iglesia.
Sucede también que, en diversa medida, el incumplimiento de las leyes es un comportamiento frecuente. Y no solamente en el orden civil sino también, y con mayor gravedad, en la vida de la Iglesia. Para algunos –tanto ciudadanos y habitantes como autoridades, así como clérigos y no clérigos– pareciera que la ley no existe o estuviera ausente. Se trata de una situación de anomia.
Esta actitud anómica respecto de la ley canónica tiene su explicación. Entre otros motivos, existe una idea falsa y disolvente, por no decir revolucionaria, que sostiene que “lo que importa es la vida del Espíritu” –dicho sea de paso, el Espíritu Santo es el gran maltratado cada vez que se lo “invoca” para justificar las propias invenciones, cuando no errores–. Por consiguiente, todo lo que huela a “exterioridad”, visibilidad, etcétera, cae. Así de literal. Es decir, y simplificando, se trata de una mirada protestante acerca del derecho canónico. O, todavía peor, protestantizadora en la medida en que influye en el catolicismo.
Esta perspectiva estrecha no advierte que, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica siguiendo al Concilio Vaticano II, "la Iglesia es a la vez: sociedad (…) dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo; el grupo visible y la comunidad espiritual; la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de los bienes del cielo. Estas dimensiones juntas constituyen «una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano» (Lumen Gentium, 8)” (Catecismo de la Iglesia Católica, 771).
La salvación de las almas se opera mediante la gracia, de allí la importancia que tiene el derecho litúrgico en la Iglesia –existen otro tipo de acciones reguladas por la ley canónica, por cierto–. De su debido cumplimiento, podría decirse, depende la santificación de los christifideles (fieles cristianos). Y, como se dijo antes, los principales responsables en cuanto al cumplimiento del Derecho Canónico son aquellos que recibieron el Sacramento del Orden Sagrado, cuya plenitud es el Episcopado.
Es cierto que los christifideles (fieles cristianos) podemos incumplir con la normativa canónica: llegar tarde a misa dominical y fiestas de guardar, no guardar el ayuno para recibir la Eucaristía, omitir alguna condición para ganar las indulgencias correspondientes, etcétera. Pero resulta también evidente que, sin perder la gravedad de estas acciones, son todavía peores las siguientes: alterar las palabras de la Consagración del pan y el vino, “celebrar” la Santa Misa como si no existiera el Misal con las rúbricas correspondientes, predicar sobre cualquier cosa salvo sobre lo que señalan las lecturas del día, negarle la Comunión a los fieles que se acercan a hacerlo en la boca y de rodillas, y un largo etcétera que los fieles tenemos que padecer con frecuencia por la “creatividad” del sacerdote que, al fin de cuentas, hace lo que le place.
De lo que se trata, como se dijo arriba, es de comprender y de ser consecuente con la ley suprema del Derecho Canónico: la salvación de las almas –salus animarum–.
La auténtica reforma de la vida de la Iglesia tan mencionada incluye, en “sentido fuerte”, la vigencia y cumplimiento de la ley. Si un ejemplo se destaca en este orden, es el del mismo Verbo Encarnado, Nuestro Señor Jesucristo, que supo observar religiosamente los preceptos de la Ley y también las prescripciones del culto.
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