La cabalcutre
Después de haber visto la Cabalgata del pasado martes, lamento constatar que el odio a España y sus costumbres y creencias está más infectado que nunca
por Alfonso Ussia
El gran milagro de los Reyes Magos es que los niños que acuden a la Cabalgata sigan creyendo en los Reyes Magos. Siendo cosa de Carmena y «Podemos», sintonicé con La Sexta para ver la Cabalcutre de Madrid. Ingenuo de mí, creí que la estarían comentando al alimón Ferreras y Wyoming. Pero no. Lo ofrecía TVE en su primer canal, y se me antojó una patochada. Lógica patochada cuando uno de sus diseñadores y proyectistas, el músico, actor, bailarín y director –según él–, David Fernández, declaró que aborrecía a los Reyes Magos y todo lo que representan. En ese aborrecimiento hay un trauma infantil, sin duda alguna. Que los Reyes le dejaron carbón de niño, o ni siquiera carbón, y aún no le han explicado que los Reyes Magos son los padres. En tal caso, tendría que aborrecer a sus padres, y no a Melchor, Gaspar y Baltasar, que no tienen la culpa de sus desdichas infantiles. En mi caso, lo contrario. Quiero mucho a los Reyes Magos porque de niño me trajeron muchísimos regalos, una barbaridad de regalos, y cuando en el colegio un compañero me reveló la verdad y me robó la inocencia, seguí queriéndolos como a mis padres. Y a mis hijos les pasó lo mismo. Y a mis nietos, que todavía creen en la maravilla. Ni un detalle que nos ayudara a recordar el sentido religioso de la Epifanía. Tres poderosos Reyes, que siguiendo el camino que les indicaba la Estrella de Oriente, acudieron a adorar al niño más pobre y humilde del mundo que había nacido en un portal gélido de Belén y al que ofrecieron oro, incienso y mirra. Muy sintético. Aquellos Reyes Magos, o su origen, o su leyenda, nada tuvieron que ver con el carnaval de Río de Janeiro, con el folclore de la India o Costa de Marfi l, con los ciclistas, las bicicletas y los triciclos, con la Guerra de las Galaxias y las espadas de rayos láser, o con los pictoplasmas.
Tampoco las cabalgatas previas al Ayuntamiento gobernado por «Podemos» fueron afortunadas. Pero esa distancia con el origen religioso de la fiesta era consecuencia del complejo de inferioridad del Partido Popular. Aún así, fueron Cabalgatas de Reyes avergonzados, no cabalcutres de nada. Después de haber visto la Cabalgata del pasado martes, lamento constatar que el odio a España y sus costumbres y creencias está más infectado que nunca.
Coherente el resultado del espectáculo con el aborrecimiento del niño que no tuvo regalos, bien por la estrechez económica de sus padres –lo cual lamento profundamente–, bien porque a sus padres no les salió de las narices hacer un esfuerzo para iluminar la ilusión de su hijo. De haber sufrido en mi piel y sensibilidad su experiencia, es probable que yo también aborreciera a los prodigiosos Reyes Magos que me hicieron tan feliz. El Niño al que adoraron los Reyes, Jesús de Nazaret, encomendó a Simón Pedro el timón de la Iglesia con anterioridad a su sacrifi cio en la Cruz. La Cruz, ese «símbolo de amor y paz» según lo definió otro Alcalde de izquierdas de Madrid, Enrique Tierno Galván, que además era culto y tolerante. San Pedro era un pobre pescador, y el oficio de San Pedro, la pesca, el mar, es quizá el único lazo de unión entre la cabalcutre y la religiosidad. Al mar lo representó en la cabalcutre Bob Esponja, y algo es algo. Mientras los componentes del grupo folclórico de la India desfilaron y bailaron muy abrigados –un insulto a Ghandi–, una atractiva mujer representó bajo una nube de globos blancos, el paso de la luna. La pobre tiritaba de frío, y miraba desde lo alto a los bomberos de Madrid con singular envidia.
Afortunadamente, antes de que sufriera un episodio de tos, la bajaron, porque Manuela Carmena está en todo. Los aborrecidos –por uno de los pobres «sostenibles» contratados para la gamberrada–, Reyes Magos, están, cuando escribo, en la ilusión y las miradas de asombro de los niños. Y eso es lo que vale. A un Niño adoraron y millones de niños los adoran. Esta chabacanería nada tiene que ver con ellos.
© La Razón
Tampoco las cabalgatas previas al Ayuntamiento gobernado por «Podemos» fueron afortunadas. Pero esa distancia con el origen religioso de la fiesta era consecuencia del complejo de inferioridad del Partido Popular. Aún así, fueron Cabalgatas de Reyes avergonzados, no cabalcutres de nada. Después de haber visto la Cabalgata del pasado martes, lamento constatar que el odio a España y sus costumbres y creencias está más infectado que nunca.
Coherente el resultado del espectáculo con el aborrecimiento del niño que no tuvo regalos, bien por la estrechez económica de sus padres –lo cual lamento profundamente–, bien porque a sus padres no les salió de las narices hacer un esfuerzo para iluminar la ilusión de su hijo. De haber sufrido en mi piel y sensibilidad su experiencia, es probable que yo también aborreciera a los prodigiosos Reyes Magos que me hicieron tan feliz. El Niño al que adoraron los Reyes, Jesús de Nazaret, encomendó a Simón Pedro el timón de la Iglesia con anterioridad a su sacrifi cio en la Cruz. La Cruz, ese «símbolo de amor y paz» según lo definió otro Alcalde de izquierdas de Madrid, Enrique Tierno Galván, que además era culto y tolerante. San Pedro era un pobre pescador, y el oficio de San Pedro, la pesca, el mar, es quizá el único lazo de unión entre la cabalcutre y la religiosidad. Al mar lo representó en la cabalcutre Bob Esponja, y algo es algo. Mientras los componentes del grupo folclórico de la India desfilaron y bailaron muy abrigados –un insulto a Ghandi–, una atractiva mujer representó bajo una nube de globos blancos, el paso de la luna. La pobre tiritaba de frío, y miraba desde lo alto a los bomberos de Madrid con singular envidia.
Afortunadamente, antes de que sufriera un episodio de tos, la bajaron, porque Manuela Carmena está en todo. Los aborrecidos –por uno de los pobres «sostenibles» contratados para la gamberrada–, Reyes Magos, están, cuando escribo, en la ilusión y las miradas de asombro de los niños. Y eso es lo que vale. A un Niño adoraron y millones de niños los adoran. Esta chabacanería nada tiene que ver con ellos.
© La Razón
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