Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

Bajo el manto y el mando de la Inmaculada

Inmaculada de Francisco Rizi.
'La Inmaculada Concepción' de Francisco Rizi (1614-1685), Museo del Prado.

por Angélica Barragán

Opinión

Diciembre, mes de grandes y bellas fiestas, entre las cuales destaca la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, quien fue preservada, desde el instante de su concepción, de toda mancha de pecado original, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano.

Dicho dogma, que fue promulgado oficialmente el 8 de diciembre de 1854 por el Papa Pío IX, hunde sus raíces en la tradición apostólica, en la Sagrada Escritura y en el culto eclesiástico; por lo que fue, siglos antes de su promulgación, una creencia fervorosamente defendida desde los primeros tiempos del cristianismo. La salutación del Arcángel Gabriel a María: “Dios te salve, llena de gracia” llevó a los primeros Padres de la iglesia a reconocer en María a la mujer triunfante del Génesis y a la más sublime y pura de todas las criaturas. San Andrés (uno de los primeros apóstoles y hermano de San Pedro) afirma: “Y porque el pri­mer hombre fue formado de una tierra inmaculada, era necesario que el Hom­bre perfecto naciera de una Virgen igual­mente Inmaculada”. San Atanasio llama a María: "nueva Eva y Madre de la vida". San Teófilo la saluda: "Salve, tú que has alejado la tristeza que Eva nos había dejado". San Efrén la declara "pacificadora del mundo". San Agustín, por su parte, exclama: “¿Quién podrá decir: yo nací sin pecado? ¿Quién podrá gloriarse de ser puro de toda ini­quidad, sino (…) la santa e inmaculada Madre de Dios, preservada de toda co­rrupción y de toda mancha de pecado?”

Además, hay indicios de que, desde principios del siglo V, esta prerrogativa de la Virgen fue incluida en algunos actos litúrgicos de la Santa Iglesia.

Sin embargo, su falta de definición como dogma de fe propició que dicha tesis fuese discutida ampliamente; lo cual, lejos de apagar la devoción a la Inmaculada Concepción, promovió el estudio y la profundización de tan importante asunto. Fue en el siglo XIII cuando el teólogo escocés Duns Escoto (llamado por la Iglesia el Doctor Sutil) resumió, en una sencilla frase, el fundamento sobre el cual descansaría el dogma de la Inmaculada Concepción: “Pouit, decuit, ergo fecit! [¡Podía, convenía, luego lo hizo!]". Es decir, Cristo podía hacer a su Madre libre de la mancha de Adán aplicando de forma anticipada sus infinitos méritos; convenía que eso ocurriese a fin de que el seno que recibió a Cristo fuese completamente inmaculado y el Hijo de Dios honrara así a su Madre; por tanto lo hizo.

Aunque esta piadosa tradición estaba extendida, prácticamente, por toda la cristiandad, fue en España donde con mayor fervor se propagó y defendió dicha doctrina.

Además, España tiene, desde 1644, a la Inmaculada como patrona y protectora (junto a Santiago Apóstol) gracias al milagro de Empel, el cual tuvo lugar en Flandes, en 1585, durante la Guerra de los Ochenta Años. Un Tercio del ejército español, compuesto por unos cinco mil hombres, se hallaba atrapado en la isla de Bommel rodeado por las rebeldes fuerzas holandesas. Su situación era desesperada pues el enemigo era superior en número y además, carecían de víveres y ropas secas. Los soldados, después de haber rechazado la rendición honrosa propuesta por el enemigo, se refugiaron en el monte de Empel.

Cuando habían perdido, prácticamente, toda esperanza de salir con vida, un soldado, al cavar una trinchera, halló un cuadro de la Inmaculada Concepción. Inmediatamente comprendieron que era una señal del cielo por lo que entronizaron la imagen y el maestre de Campo, Francisco Arias de Bobadilla, arengó a sus tropas con estas palabras: “¡Soldados! El milagroso hallazgo viene a salvarnos. ¿Queréis que abordemos de noche las galeras, prometiendo a la Virgen ganarlas o perder, todos, la vida?” Esa noche, mientras los soldados rezaban, se desató un viento tan inusual como frío que heló vertiginosamente las aguas del río Mosa. Esto fue aprovechado por los españoles quienes, al amanecer del 8 de diciembre, escaparon del cerco y atacaron por sorpresa al enemigo, obteniendo una victoria que se antojaba imposible, al grado que el almirante Hohenlohe-Neuenstein llegó a decir: “Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro”.

No en balde el pueblo español haría, por siglos, de la salutación canónica Ave María Purísima, sin pecado concebida, su saludo cotidiano, dando testimonio, con esta bellísima tradición, de su amor y fidelidad a la Inmaculada Concepción.

Un par de siglos más tarde, en 1830, la Santísima Virgen, en una de sus apariciones, pidió a Santa Catalina Labouré acuñar una me­dalla (actualmente conocida como la Medalla Milagrosa) con la inscripción: “Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos”. Unos años después, el 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción como verdad infalible, y cuatro años más tarde la Virgen se aparecía, en Lourdes, a Santa Bernardita, a quien le dijo: “Yo soy la Inmacu­lada Concepción”, fortaleciendo así el dogma que al proclamar toda pura a María, iluminó a todo el orbe cristiano.

Nuestra sociedad, donde impera la soberbia de quien se cree dueño de sí mismo, necesita urgentemente volver los ojos al modelo de perfecta humildad de María, quien, llena de gracia y de excelsa virtud, se entregó, con total confianza y sin reserva alguna, a la voluntad divina ("hágase en mí según tu Palabra"). Pongámonos bajo su manto y mando para que, imitando sus virtudes, nos hagamos merecedores de estar cerca de su Inmaculado Corazón que, con gran generosidad, nos ofrece, como segura Puerta del Cielo.

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