La indiferencia occidental
La atención dedicada al accidente del avión de Germanwings supera en varios órdenes de magnitud a la concedida a cualquiera de las ya cansinas degollinas de cristianos.
El adolescente paquistaní Nauman Masih, de quince años, fue quemado vivo el 10 de abril por una turba musulmana: su delito era ser cristiano. Tras cinco días de agonía, murió perdonando a sus agresores. Pero no esperen encontrar el caso en periódicos y telediarios. Las noticias sobre el genocidio en curso contra las minorías cristianas quedan cada vez más relegadas en los informativos. La matanza de ciento cincuenta cristianos en la universidad de Garissa apareció sólo en el minuto 21 del telediario del Jueves Santo. Las decapitaciones de Estado Islámico, que al principio podían suscitar curiosidad morbosa, empiezan a resultar monótonas. La atención dedicada al accidente del avión de Germanwings supera en varios órdenes de magnitud a la concedida a cualquiera de las ya cansinas degollinas de cristianos.
Lucia Annunziata, editora del periódico progresista Huffington Post, ha tenido la honradez de enunciar lo obvio: “¿Por qué no recibo cartas colectivas de protesta contra el genocidio de los cristianos? ¿Por qué nadie promueve, no digo ya una manifestación, sino al menos una sentada, alguna cosa?”. La suerte del perro Excalibur –la mascota de la enfermera española afectada por el ébola- generó una movilización popular muy superior a la que ha sido capaz de provocar el exterminio de los cristianos árabes y africanos. Evaluado en número de manifestantes, el rabo de Excalibur importa más que las cabezas de miles de cristianos orientales.
La indiferencia occidental podría deberse al simple eurocentrismo. El atentado contra Charlie Hebdo suscitó inmensa conmoción porque tuvo lugar en el corazón de Europa, y la gente interpretó: “esta vez vienen a por nosotros”. Creo sin embargo que, junto a la sensación de “lejanía” geográfica y moral, están operando aquí también varios prejuicios ideológicos. Uno de ellos es genéricamente antirreligoso: el prejuicio que descalifica a todas las religiones por igual como fanáticas y violentas; no faltan analistas que, como Diego López Garrido, interpretan las matanzas de Oriente como un “conflicto interreligioso”, trazando una inicua simetría entre víctimas y victimarios, y remontándose a las Cruzadas o la Inquisición para demostrar como sea que “los cristianos también matan”. El periódico El País, batiendo viejos récords de infamia, hablaba ayer de “guerra religiosa en una patera” refiriéndose al incidente en el que náufragos musulmanes arrojaron por la borda a los cristianos.
Pero existe también una pulsión suicida en un sector de la sociedad que se siente fascinado por cualquier movimiento que prometa subvertir el orden establecido mediante la violencia: el comunismo o el fascismo en el pasado, el islamismo en la actualidad. La extrema izquierda odia a la civilización occidental y mira con simpatía todo lo que pueda representar una amenaza para ella. Melanie Phillips ha dedicado páginas jugosas a lo que llama el eje rojo-islamico, discernible por ejemplo en la posición rabiosamente anti-israelí y pro-palestina de los “progresistas”; Jorge Verstrynge ha jaleado la “simbiosis anti-imperialista” de la izquierda bolivariana con el islam; Pablo Iglesias imparte doctrina desde la cadena iraní HispanTV.
Esta afinidad de la extrema izquierda con el islamismo responde a la lógica de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, y se basa por tanto en una profunda aversión a las propias raíces. El Occidente “progresista” es cristófobo, como lo es el islamismo. No se trata, ciertamente, de la cristofobia genocida de los yihadistas; la cristofobia “suave” del progre se manifiesta en fenómenos como la ridiculización del cristianismo en los medios, las demandas contra obispos que defienden la doctrina tradicional en materia de sexualidad y familia, la marginación de los cristianos en el debate público (se nos cierra la boca con el pseudo-argumento de que “no debemos imponer nuestra fe a los demás”) e incluso vandalismo de baja intensidad contra los templos (pintadas, provocaciones de las Femen, etc.).
Esta cristofobia “light” favorece interpretaciones del tipo “algo habrán hecho” frente al genocidio de los cristianos en Oriente Medio.
Otro de los autoengaños occidentales consiste en interpretar el conflicto de civilizaciones con el Islam radical como un problema socio-económico. La “causa profunda” de la vesania yihadista sería “la opresión” (pasada o presente), “la marginación”, “la pobreza”, y las soluciones aplicables serían, por tanto, de carácter asistencial. Una socióloga alemana entrevistada el día del atentado de Charlie Hebdo explicaba que la militancia islamista de algunos inmigrantes de segunda generación no era sino una forma de protesta frente a una sociedad que les margina y condena al desempleo. La medicina socialdemócrata para la enfermedad yihadista consiste en más gasto público: más inversión en los barrios de inmigrantes, más subsidios, más programas de reciclaje profesional…
El alcalde de la localidad francesa de la que procedía uno de los terroristas del atentado de París manifestó que no entendía cómo el joven magrebí había podido llegar hasta ahí, cuando en su ciudad disponía de oportunidades formativas y de ocio: asociaciones cívicas, formación profesional, y “hasta una magnífica pista de skateboard, recién inaugurada”. Eso es lo que la Europa actual puede ofrecer a un joven que se pregunta por el sentido de la vida: instalaciones deportivas, cursillos, discotecas, reality shows… Y nuestra tragedia es que ni siquiera se nos ocurra que alguien pueda necesitar algo más.
Por supuesto, el Occidente actual es la mejor sociedad de la historia en varios aspectos: libertades, solidaridad, bienestar material… No es cierto que los inmigrantes árabes sean discriminados: Europa les proporciona derechos y oportunidades de las que no habrían gozado en sus países de origen. Pero el Occidente actual no es capaz de satisfacer la necesidad humana más profunda: la de sentido existencial. A las preguntas últimas -¿por qué existo?, ¿qué debo hacer con mi vida?- nuestra sociedad sólo puede responder con relativismo, pensamiento débil y vacuidad postmoderna. Los jóvenes desarraigados buscan en la locura criminal de la yihad lo que su país de acogida no sabe ya ofrecerles: un absoluto, una gran tarea que confiera sentido a la vida, una respuesta a las preguntas metafísicas. El Estado del Bienestar garantiza una cartilla de seguridad social, pero el Islam ofrece el paraíso.
Las sociedades europeas del siglo XXI carecen de un ideal grande, un proyecto colectivo al que pueda resultar ilusionante incorporarse. Son sociedades que se avergüenzan de su propio pasado: los redactores del proyecto de constitución europea evitaron cualquier mención del cristianismo al enumerar las raíces espirituales del continente. Cultivan un multiculturalismo asimétrico que prescribe el respeto de todas las culturas salvo la propia. Han desistido de la procreación y afrontan por ello un horizonte demográfico tenebroso: en la mayoría de los países europeos, la tasa de fertilidad se halla al menos un 30% por debajo del índice de reemplazo generacional. La familia está desapareciendo: la cohabitación efímera desplaza al matrimonio como fórmula normal de convivencia; entre los pocos que se casan, aumenta cada vez más el porcentaje de divorcios. Vamos hacia una Europa geriátrica sin niños, sin matrimonios, sin familias estables. Una Europa atea en la que el ciudadano medio está convencido de que la especie humana es producto del azar bioquímico, de que todo acaba con la muerte, y que por tanto la vida no tiene otro sentido que el placer que se le pueda exprimir en los cortos años de juventud. Para el penoso tercio final de la vida empieza a perfilarse en el horizonte la solución de la eutanasia voluntaria. Es una sociedad que encubre con un barniz de hedonismo frívolo un nihilismo desesperanzado de fondo.
No debe sorprender que una sociedad así no consiga ser sentida como una patria por los inmigrantes. Una Europa que en realidad se desprecia a sí misma no puede inspirar respeto a los recién llegados. Chantal Delsol ha hablado de la voluntad de vacío –la voluntad de no tener identidad- como el rasgo definitorio de la Europa actual. Y Jean Sévillia ha escrito que “no se combate el fanatismo con el vacío, sino con lo que da sentido”.
En otros tiempos, Europa sí tenía una oferta cosmovisional de esperanza y significado vital: era el cristianismo. Pero nos ha tocado una época triste de templos abandonados; una época en la que, como anticipó el poema de Matthew Arnold, el mar de la fe retrocede, y ya sólo oímos “el susurro melancólico, prolongado, claudicante de su retirada”, que deja al mundo convertido en “un pedregal desnudo”. Apenas un 10% de los europeos frecuentan los oficios religiosos. E incluso en este último resto de creyentes cunde la desunión y el desconcierto doctrinal. Postulados morales que habían sido afirmados durante milenios son ahora revisados con el pretexto de la misericordia.
Sin embargo, el cristianismo es una religión agónica por definición, una religión que de algún modo ha estado siempre en crisis: estuvo en crisis ya en el Calvario, cuando Cristo gritó al Padre que le había abandonado. Muchas veces ha parecido el cristianismo desarbolado por sucesivos huracanes históricos, y siempre subsiste un fermento, un resto de Israel desde el cual recomenzar. Los mártires de Oriente Medio juegan hoy ese papel. De ellos cabe decir lo que escribió Paul Claudel sobre las víctimas católicas de la Guerra Civil española, asesinadas por odio a la fe: “dieciséis mil mártires y ni una sola apostasía”. El cristiano iraquí Salem Matti Kourk prefirió el año pasado ser torturado hasta la muerte por los yihadistas que renegar de Cristo. A Asia Bibi, condenada a muerte, se le ofreció salir en libertad si se convertía al Islam: respondió que prefería morir como cristiana. Los 21 mártires coptos de Libia murmuraban el nombre de Jesús en el momento de ser degollados. Estos testimonios de fidelidad hasta la muerte se podrían multiplicar por cien mil historias anónimas. Y “ni una sola apostasía”.
¿Qué podemos hacer desde Occidente? Exijamos a nuestros gobiernos una intervención militar humanitaria. Exijamos a los medios de comunicación que presten la misma atención al “apocalipsis ahora” de los cristianos de Oriente Medio que a las tribulaciones de Belén Esteban. Exijamos a los musulmanes de buena voluntad que griten “¡no en mi nombre!” con mucha más claridad de lo que han hecho hasta ahora. Propongamos a los obispos viacrucis y veladas de oración por los cristianos de Oriente.
Y preservemos el depósito de la fe, esa fe por la que millares están dando sus vidas. Intentemos ser dignos de nuestros hermanos de Oriente. Como ha escrito Luis Fernando Pérez Bustamante, “mientras en la Iglesia se discute sobre si hay que ignorar las palabras de Cristo sobre el adulterio y las de San Pablo sobre la necesidad de estar en gracia para comulgar”; mientras ciertos teólogos –cardenales incluidos- “buscan la manera de pisotear la Escritura, la Tradición y siglos de magisterio, en Oriente los cristianos están derramando su sangre por Cristo”. Que su sangre sea, como lo fue siempre, semilla de nuevos creyentes en nuestra Europa cansada y descreída.
Texto de la intervención en el Congreso Todos somos nazarenos de Francisco J. Contreras
© MasLibres.org
Lucia Annunziata, editora del periódico progresista Huffington Post, ha tenido la honradez de enunciar lo obvio: “¿Por qué no recibo cartas colectivas de protesta contra el genocidio de los cristianos? ¿Por qué nadie promueve, no digo ya una manifestación, sino al menos una sentada, alguna cosa?”. La suerte del perro Excalibur –la mascota de la enfermera española afectada por el ébola- generó una movilización popular muy superior a la que ha sido capaz de provocar el exterminio de los cristianos árabes y africanos. Evaluado en número de manifestantes, el rabo de Excalibur importa más que las cabezas de miles de cristianos orientales.
La indiferencia occidental podría deberse al simple eurocentrismo. El atentado contra Charlie Hebdo suscitó inmensa conmoción porque tuvo lugar en el corazón de Europa, y la gente interpretó: “esta vez vienen a por nosotros”. Creo sin embargo que, junto a la sensación de “lejanía” geográfica y moral, están operando aquí también varios prejuicios ideológicos. Uno de ellos es genéricamente antirreligoso: el prejuicio que descalifica a todas las religiones por igual como fanáticas y violentas; no faltan analistas que, como Diego López Garrido, interpretan las matanzas de Oriente como un “conflicto interreligioso”, trazando una inicua simetría entre víctimas y victimarios, y remontándose a las Cruzadas o la Inquisición para demostrar como sea que “los cristianos también matan”. El periódico El País, batiendo viejos récords de infamia, hablaba ayer de “guerra religiosa en una patera” refiriéndose al incidente en el que náufragos musulmanes arrojaron por la borda a los cristianos.
Pero existe también una pulsión suicida en un sector de la sociedad que se siente fascinado por cualquier movimiento que prometa subvertir el orden establecido mediante la violencia: el comunismo o el fascismo en el pasado, el islamismo en la actualidad. La extrema izquierda odia a la civilización occidental y mira con simpatía todo lo que pueda representar una amenaza para ella. Melanie Phillips ha dedicado páginas jugosas a lo que llama el eje rojo-islamico, discernible por ejemplo en la posición rabiosamente anti-israelí y pro-palestina de los “progresistas”; Jorge Verstrynge ha jaleado la “simbiosis anti-imperialista” de la izquierda bolivariana con el islam; Pablo Iglesias imparte doctrina desde la cadena iraní HispanTV.
Esta afinidad de la extrema izquierda con el islamismo responde a la lógica de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, y se basa por tanto en una profunda aversión a las propias raíces. El Occidente “progresista” es cristófobo, como lo es el islamismo. No se trata, ciertamente, de la cristofobia genocida de los yihadistas; la cristofobia “suave” del progre se manifiesta en fenómenos como la ridiculización del cristianismo en los medios, las demandas contra obispos que defienden la doctrina tradicional en materia de sexualidad y familia, la marginación de los cristianos en el debate público (se nos cierra la boca con el pseudo-argumento de que “no debemos imponer nuestra fe a los demás”) e incluso vandalismo de baja intensidad contra los templos (pintadas, provocaciones de las Femen, etc.).
Esta cristofobia “light” favorece interpretaciones del tipo “algo habrán hecho” frente al genocidio de los cristianos en Oriente Medio.
Otro de los autoengaños occidentales consiste en interpretar el conflicto de civilizaciones con el Islam radical como un problema socio-económico. La “causa profunda” de la vesania yihadista sería “la opresión” (pasada o presente), “la marginación”, “la pobreza”, y las soluciones aplicables serían, por tanto, de carácter asistencial. Una socióloga alemana entrevistada el día del atentado de Charlie Hebdo explicaba que la militancia islamista de algunos inmigrantes de segunda generación no era sino una forma de protesta frente a una sociedad que les margina y condena al desempleo. La medicina socialdemócrata para la enfermedad yihadista consiste en más gasto público: más inversión en los barrios de inmigrantes, más subsidios, más programas de reciclaje profesional…
El alcalde de la localidad francesa de la que procedía uno de los terroristas del atentado de París manifestó que no entendía cómo el joven magrebí había podido llegar hasta ahí, cuando en su ciudad disponía de oportunidades formativas y de ocio: asociaciones cívicas, formación profesional, y “hasta una magnífica pista de skateboard, recién inaugurada”. Eso es lo que la Europa actual puede ofrecer a un joven que se pregunta por el sentido de la vida: instalaciones deportivas, cursillos, discotecas, reality shows… Y nuestra tragedia es que ni siquiera se nos ocurra que alguien pueda necesitar algo más.
Por supuesto, el Occidente actual es la mejor sociedad de la historia en varios aspectos: libertades, solidaridad, bienestar material… No es cierto que los inmigrantes árabes sean discriminados: Europa les proporciona derechos y oportunidades de las que no habrían gozado en sus países de origen. Pero el Occidente actual no es capaz de satisfacer la necesidad humana más profunda: la de sentido existencial. A las preguntas últimas -¿por qué existo?, ¿qué debo hacer con mi vida?- nuestra sociedad sólo puede responder con relativismo, pensamiento débil y vacuidad postmoderna. Los jóvenes desarraigados buscan en la locura criminal de la yihad lo que su país de acogida no sabe ya ofrecerles: un absoluto, una gran tarea que confiera sentido a la vida, una respuesta a las preguntas metafísicas. El Estado del Bienestar garantiza una cartilla de seguridad social, pero el Islam ofrece el paraíso.
Las sociedades europeas del siglo XXI carecen de un ideal grande, un proyecto colectivo al que pueda resultar ilusionante incorporarse. Son sociedades que se avergüenzan de su propio pasado: los redactores del proyecto de constitución europea evitaron cualquier mención del cristianismo al enumerar las raíces espirituales del continente. Cultivan un multiculturalismo asimétrico que prescribe el respeto de todas las culturas salvo la propia. Han desistido de la procreación y afrontan por ello un horizonte demográfico tenebroso: en la mayoría de los países europeos, la tasa de fertilidad se halla al menos un 30% por debajo del índice de reemplazo generacional. La familia está desapareciendo: la cohabitación efímera desplaza al matrimonio como fórmula normal de convivencia; entre los pocos que se casan, aumenta cada vez más el porcentaje de divorcios. Vamos hacia una Europa geriátrica sin niños, sin matrimonios, sin familias estables. Una Europa atea en la que el ciudadano medio está convencido de que la especie humana es producto del azar bioquímico, de que todo acaba con la muerte, y que por tanto la vida no tiene otro sentido que el placer que se le pueda exprimir en los cortos años de juventud. Para el penoso tercio final de la vida empieza a perfilarse en el horizonte la solución de la eutanasia voluntaria. Es una sociedad que encubre con un barniz de hedonismo frívolo un nihilismo desesperanzado de fondo.
No debe sorprender que una sociedad así no consiga ser sentida como una patria por los inmigrantes. Una Europa que en realidad se desprecia a sí misma no puede inspirar respeto a los recién llegados. Chantal Delsol ha hablado de la voluntad de vacío –la voluntad de no tener identidad- como el rasgo definitorio de la Europa actual. Y Jean Sévillia ha escrito que “no se combate el fanatismo con el vacío, sino con lo que da sentido”.
En otros tiempos, Europa sí tenía una oferta cosmovisional de esperanza y significado vital: era el cristianismo. Pero nos ha tocado una época triste de templos abandonados; una época en la que, como anticipó el poema de Matthew Arnold, el mar de la fe retrocede, y ya sólo oímos “el susurro melancólico, prolongado, claudicante de su retirada”, que deja al mundo convertido en “un pedregal desnudo”. Apenas un 10% de los europeos frecuentan los oficios religiosos. E incluso en este último resto de creyentes cunde la desunión y el desconcierto doctrinal. Postulados morales que habían sido afirmados durante milenios son ahora revisados con el pretexto de la misericordia.
Sin embargo, el cristianismo es una religión agónica por definición, una religión que de algún modo ha estado siempre en crisis: estuvo en crisis ya en el Calvario, cuando Cristo gritó al Padre que le había abandonado. Muchas veces ha parecido el cristianismo desarbolado por sucesivos huracanes históricos, y siempre subsiste un fermento, un resto de Israel desde el cual recomenzar. Los mártires de Oriente Medio juegan hoy ese papel. De ellos cabe decir lo que escribió Paul Claudel sobre las víctimas católicas de la Guerra Civil española, asesinadas por odio a la fe: “dieciséis mil mártires y ni una sola apostasía”. El cristiano iraquí Salem Matti Kourk prefirió el año pasado ser torturado hasta la muerte por los yihadistas que renegar de Cristo. A Asia Bibi, condenada a muerte, se le ofreció salir en libertad si se convertía al Islam: respondió que prefería morir como cristiana. Los 21 mártires coptos de Libia murmuraban el nombre de Jesús en el momento de ser degollados. Estos testimonios de fidelidad hasta la muerte se podrían multiplicar por cien mil historias anónimas. Y “ni una sola apostasía”.
¿Qué podemos hacer desde Occidente? Exijamos a nuestros gobiernos una intervención militar humanitaria. Exijamos a los medios de comunicación que presten la misma atención al “apocalipsis ahora” de los cristianos de Oriente Medio que a las tribulaciones de Belén Esteban. Exijamos a los musulmanes de buena voluntad que griten “¡no en mi nombre!” con mucha más claridad de lo que han hecho hasta ahora. Propongamos a los obispos viacrucis y veladas de oración por los cristianos de Oriente.
Y preservemos el depósito de la fe, esa fe por la que millares están dando sus vidas. Intentemos ser dignos de nuestros hermanos de Oriente. Como ha escrito Luis Fernando Pérez Bustamante, “mientras en la Iglesia se discute sobre si hay que ignorar las palabras de Cristo sobre el adulterio y las de San Pablo sobre la necesidad de estar en gracia para comulgar”; mientras ciertos teólogos –cardenales incluidos- “buscan la manera de pisotear la Escritura, la Tradición y siglos de magisterio, en Oriente los cristianos están derramando su sangre por Cristo”. Que su sangre sea, como lo fue siempre, semilla de nuevos creyentes en nuestra Europa cansada y descreída.
Texto de la intervención en el Congreso Todos somos nazarenos de Francisco J. Contreras
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