El matrimonio y la Alianza en el Antiguo Testamento
por Pedro Trevijano
El matrimonio sirvió en el Antiguo Testamento para revelar la comunión existente entre Yahvé e Israel. Allí se emplea el simbolismo conyugal para sugerir el amor gratuito y sin fondo que Dios siente por su pueblo. Es una unión basada en el amor y fidelidad que se mantiene pese a todo. Para subrayar esta relación especial, única y exclusiva, la figura del matrimonio era la ideal. Hay una indudable analogía entre la fórmula de la relación de Dios con Israel: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”(Ex 6,7; Dt 29,12; Os 2,25; Jer 31,33) y la que relaciona los amantes del Cantar entre sí: “Mi amado es para mí y yo seré para él” (2,16; 6,3). La alianza se expresa a través de una forma y terminología humana, al ser sustancialmente un diálogo en el que Dios se dirige al hombre que reacciona en consecuencia. La relación de Dios con la humanidad tiene en cuenta tanto la soberanía de Dios como la libertad humana (Gén 2,16-17; 3,1-7; Eclo 15,11-20).
La experiencia individual y social de la sexualidad ha sido vista en Israel a la luz de la fe, como se ve en los escritos proféticos. Los altos y bajos de la vida conyugal son relacionados por los profetas con la alianza entre Dios y su pueblo y ponen a éste en grado de comprender lo que significa la alianza de salvación. A su vez, la alianza servirá para iluminar el sentido del matrimonio al exaltar indirectamente los profetas el amor conyugal. El Antiguo Testamento es, por tanto, plenamente consciente de la existencia de una relación íntima entre el matrimonio humano y la religiosidad auténtica, es decir, la relación del hombre con Dios.
Es Oseas el primero que ha utilizado el tema del matrimonio para revelar el amor de Yahvé por su pueblo. Su experiencia de esposo traicionado ayuda a Oseas a ver la idolatría como un inmenso y desvergonzado adulterio. Aunque el pueblo rompió con sus repetidas infidelidades la Alianza, Dios va a renovarla y esta vez la amante infiel permanecerá fiel (cc. 1-3). Incluso Dios quiere ser llamado "Mi Esposo” (2,18), con lo que se da a conocer como el que ama a su pueblo con la ternura y pasión con la que un esposo quiere a su esposa. Jeremías (2,2; 3,1-13), Isaías (54,4-8; 62,3-5) y Ezequiel (cc. 16 y 23) recogen este mismo simbolismo nupcial e insisten en el amor gratuito de Dios por su pueblo, al que ha colmado de beneficios, amor que Isaías 66,13 compara también con el de una madre hacia su hijo, y del que quiere su conversión con una obediencia llena de amor y no por una sumisión servil, estando dispuesto a perdonarle sus adulterios y prostituciones, es decir sus abandonos religiosos e idolatrías, con tal que Israel se convierta y vuelva a Dios. El perdón de Dios y una Alianza nueva definitiva están claramente anunciados en Jeremías 31,31-34, Isaías 54,8-10 y Ezequiel 16,60.
Pero estos textos sobre la Alianza están de rechazo llenos de enseñanzas para la vida de los esposos. La fidelidad, bondad, benevolencia, ternura y perdón de Yahvé son un ejemplo por parte de Dios de lo que debe ser el amor del hombre hacia la mujer y la amorosa fidelidad de los esposos. No cabe duda de que estos textos han contribuido a afinar los sentimientos masculinos con respecto a la mujer, así como han favorecido una cierta exigencia moral destinada a promover la fidelidad y, en consecuencia, proteger el matrimonio de los desórdenes de la sexualidad, ennobleciendo el ideal matrimonial y promoviendo la monogamia.
Los otros libros sapienciales evitan cuidadosamente el exaltar la belleza física en sí. Solamente hay motivo de alegría si ésta si va acompañada por la fidelidad y la virtud (Eclo 26,21). La sabiduría desempeña un papel importante en el desarrollo de las relaciones familiares: así los deberes de los hijos con los padres (Eclo 3,1-16; 7,27-28), de los padres con los hijos (Eclo 7, 23-25; 16,1-14), de los maridos con la mujer (Eclo 9,1-13; 23,22-25). Hay que destacar Prov 31,10-31 con su descripción de la mujer fuerte. Estos libros ensalzan también la dicha que la mujer proporciona a su marido (Prov 18,22; Eclo 26,1-4; 26,13-18). La importancia de la virtud es tal que vale más la virtud incluso estéril que una familia fecunda pero impía (Sab 3,13-4,6). Es decir, los hijos no son por sí solos un factor de salvación; los verdaderos hijos de Abrahán son, como dirá más claramente el Nuevo Testamento, “los nacidos de la fe” (Gál 3,7). No obstante, la revelación veterotestamentaria desconoce decididamente el maltusianismo; para ella, el fruto de las entrañas es consecuencia de la dadivosidad del Señor y algo eminentemente deseable (Sal 127,3), siendo la fecundidad la mayor bendición que Dios concede a un matrimonio (Gén 1,28; 4,1; Rut 4,11-13; 1 Sam 1,5-13; 2 Mac 7,22-23), y los hijos una gran alegría y riqueza (Sal 127; 128; Prov 17,6; Eclo 30,1-6), aunque hay que educarlos y corregirlos (Eclo 30,7-13); mientras que la esterilidad se consideraba una maldición (Gén 15,2; 16,4; 30,1-2; Jue 11,37-40).
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