La muerte
Dijo Dios: “Podéis comer de cualquier árbol del jardín; mas, del árbol de la ciencia del bien y del mal no comeréis, porque si coméis, moriréis sin remedio” (Gn 2, 17). Y sucedió que Adán y Eva pecaron comiendo. Con ello la muerte entró en el mundo por envidia del diablo.
La muerte desde entonces es el gran misterio del hombre. No obstante, a Dios le dio compasión y, para que esa muerte no fuera eterna, ideó una bella historia de salvación que pasa por Jesucristo. Tan bella que se puede cantar: “Oh, feliz pecado, que mereciste tal redentor”.
Desde entonces para acá todos los hombres morimos, pues, sin remedio. Solo que unos mueren dentro de la historia de la salvación y otros fuera. La muerte es igual para unos y para otros. La diferencia está en que los que mueren sin fe mueren sin palabra y los que mueren con fe son los que han acogido la buena noticia, el kerigma de Jesucristo, la palabra que tiene poder para superar la muerte y engendrar una esperanza basada en la resurrección de Jesucristo.
Una meditación sobre la muerte no es muy corriente en el día de hoy. Lo que acabo de decir, en la mayoría de las conciencias ni resuena siquiera. No es correcto hablar de la muerte así, al desnudo. Menos todavía una oración, sobre todo en público. A lo más un minuto de silencio ateo lleno de un vacío callado. Y no lo es porque se ha trivializado la predicación, edulcorando el misterio de Jesucristo y reduciéndolo a una serie de valores cristianos que no tienen ningún poder contra la insolencia de la carne y de la muerte. Pues bien, Jesucristo no es ningún valor abstracto, es una persona y ha venido por el pecado de los que vamos a morir.
Veo en Madrid esos inmensos pabellones de Ifema donde hay en estos momentos 1300 camas, tan separadas unas de otras que se asemejan a una comunidad diseñada por el demonio. Allí donde hemos cantado en alguna asamblea las alabanzas del Señor, ahora hay gente huyendo del poder de la muerte por culpa de un virus. Esta semana hace frío en Madrid, con lo cual da peor sensación. A mí me entran ganas, al ver la televisión, de ir a saludar a los enfermos. Y es que los curas tenemos nuestro ADN y cuando no nos dejan ir, aunque nada más sea a dar la unción a los moribundos, saltan nuestras alarmas interiores y emiten una voz profética hacia esta sociedad que se está tragando no solo una manzana sino el árbol entero de la ciencia del bien y del mal. Esta sociedad está a punto de perder la protección de arriba y tendrá que saborear el poder del pecado sin las hojas de higuera que le hizo Dios para que nuestros primeros padres no murieran del frío y de la soledad.
Y, ahora, después del coronavirus, ¿volverán de nuevo con la matraca de la eutanasia y de la muerte digna o nos dejarán descansar un poco? Al racionalismo le suena bien lo de la muerte atea porque la ha creado él. Que esperen un poco, por favor, para que se nos pase a todos la psicología de cuarentena. Aquí en esta parroquia, los cinco que estamos, a pesar de estar todos en edad de riesgo, resistimos como jabatos, pero en otros conventos cercanos hay bastantes con el mal ya dentro. Anoche a las tres de la mañana murió el primero, pero hay siete u ocho internados. En la psicología de cuarentena el estrato más profundo es el miedo a la muerte, que es el miedo más lacerante y agotador, aunque sea inconsciente y se disfrace de lo que sea. La cuarentena ofrece menos distracciones para cubrir ese miedo. Porque en el fondo, como siempre ha sido, el mayor miedo del hombre es el miedo a la muerte.
Dice San Pablo que por miedo a la muerte somos esclavos del demonio toda la vida. Sí, porque no amas a tu mujer del todo por miedo a sus defectos, no cedes en la discusión por miedo a morirte, no aceptas que te echen la culpa por miedo a la muerte, no vas al dentista si tienes que estar quince días sin dientes por miedo a la muerte, buscas como un loco trasplantes de pelo en Turquía por miedo a la muerte de la calvicie. Una mujer de teatro dice a otro personaje: “Cuando me muera no dejes entrar a ver mi cadáver a fulanita de tal, porque me odia y al mirarme me cosificaría, me transformaría en cosa para siempre”.
No podemos transformar en cosa a nuestros difuntos del coronavirus. No son cosas ni números ni estadísticas. Eso sucede cuando hacemos de la vida en este mundo el supremo valor. Lo importante es salvar vidas, salvar vidas… Los difuntos quedan entonces como desechos a eliminar. Gracias sean dadas a Jesucristo que en su resurrección nos ha traído la esperanza de la vida eterna. Es su resurrección donde dejaremos de ser cosa y nos daremos cuenta de que nuestra vida y nuestra muerte han tenido un sentido luminoso en el corazón de Dios. Si confiamos solo en los hombres ya sabemos cuál es el veredicto final: la fosa común.
Publicado en Maranatha.