Ante el decálogo
por Pedro Trevijano
“Los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo, y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de Dios, y para protegerle contra el mal” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1962).
El Decálogo no es una letra asfixiante, sino que es una Palabra de Dios que muestra el camino de la salvación. Pero es el hombre el que debe entrar por esa vía, quien debe responder y comprometerse. Dios atrae primero al hombre, mostrándole su bondad por medio de los hechos. De esta manera el pueblo reconoce en Él al único Salvador. Por eso el Decálogo y la Biblia entera insisten tanto en el primer mandamiento: “No tendrás otro Dios fuera de mí” (Ex 20,3).
De todas las leyes de la Alianza, el Decálogo moral (Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21), es el que mejor ha resistido el paso del tiempo, puesto que en él hay un notable equilibrio entre los deberes para con Dios y los deberes para con el prójimo. Su valor es tan universal que se ha querido a menudo ver él un código tipo de moral natural, sin que por ello deje de ser sobrenatural, puesto que es la repuesta que se debe dar a la iniciativa gratuita del Dios que salva. No conviene sin embargo exagerar su suficiencia literal, pues el mismo Cristo lo perfecciona citándolo muy libremente (p. ej., 'no matar' queda ampliado a 'no encolerizarse': Mt 5, 21-22) y hay puntos, como el de no hacer imágenes, que están sencillamente superados.
En efecto, en Ex 20,4 leemos: “No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra”, y sin embargo vemos como nuestras iglesias están llenas de estatuas e imágenes. La explicación de esta aparente contradicción la encontramos en el Catecismo de la Iglesia Católica:
-"Fundándose en el misterio del Verbo encarnado, el séptimo Concilio Ecuménico (celebrado en Nicea el año 787) justificó contra los iconoclastas el culto de las sagradas imágenes: las de Cristo, pero también las de la Madre de Dios, de los ángeles y de todos los santos. El Hijo de Dios, al encarnarse, inauguró una nueva 'economía' de las imágenes" (n. 2131);
-"El culto cristiano de las imágenes no es contrario al primer mandamiento que proscribe los ídolos. En efecto, 'el honor dado a una imagen se remonta al modelo original' (San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto, 18, 45), 'el que venera una imagen, venera al que en ella está representado' (Concilio de Nicea II: DS 601; cf Concilio de Trento: DS 1821-1825; Concilio Vaticano II: SC 125; LG 67). El honor tributado a las imágenes sagradas es una 'veneración respetuosa', no una adoración, que sólo corresponde a Dios” (n. 2132).
Esta evolución en el Decálogo nos lleva a preguntarnos qué valor conservan hoy las leyes del Antiguo Testamento. Por sus contenidos concretos se suelen dividir en prescripciones cultuales, disposiciones jurídicas y mandamientos morales. Con la venida de Cristo las dos primeras han perdido todo su valor, mientras los mandamientos morales conservan su valor como normas de derecho natural y como normas reveladas que son, si bien reciben su carácter obligatorio, su interpretación y sanción no ya de la Antigua, sino de la Nueva Alianza.
Pero este valor de los mandamientos morales hay igualmente que saber matizarlo. Nadie puede defender el crimen o la mentira como comportamientos dignos y aceptables, pero el precepto de no matar, uno de los más universales y evidentes, admite excepciones como la legítima defensa y la guerra justa, o el de no mentir tampoco me obliga cuando no es faltar a la fidelidad debida: p. ej., si alguien me hace sin derecho por su parte una pregunta impertinente o intenta hacerme violar un secreto.
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