Martes, 05 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Abril: el mes más cruel

El Chestnut Tree Café donde pasaba sus horas, bajo la mirada ubicua del Gran Hermano, Winston Smith, el protagonista de '1984' de George Orwell. En la imagen, en la versión cinematográfica de Michael Radford en 1984.
El Chestnut Tree Café donde pasaba sus horas, bajo la mirada ubicua del Gran Hermano, Winston Smith, el protagonista de '1984' de George Orwell. En la imagen, en la versión cinematográfica de Michael Radford en 1984.

por Emilio Domínguez Díaz

Opinión

Abril es el mes más cruel, criando lilas de la tierra muerta, mezclando memoria y deseo, removiendo turbias raíces con lluvia de primavera. Al menos, para T. S. Eliot lo fue hace algo más de un siglo, en el otoño de 1922, cuando La tierra baldía vio la luz que no había sido capaz de hallar meses atrás en el inicio de la esplendorosa y floreciente estación primaveral.

Y, por desgracia, los tiempos no han cambiado mucho. La tierra no se cansa de acumular una serie de despropósitos que han convertido nuestro mundo en yerto solar no sólo en lo físico, sino también en lo moral y espiritual.

A fuerza de ser sincero, este abril es peor que aquel descrito por Eliot, el de los hombres huecos retratados en The Hollow Men. No me cabe duda. Las lecciones del paso de los años no han servido de nada a una humanidad sumisa, derrotada y arrastrada por el relativismo, la vileza e incertidumbre de esta perversa contemporaneidad que vivimos y el contaminado aire que respiramos.

La crueldad, evidentemente, no entiende de fechas, almanaques o páginas diariamente arrancadas del calendario de pared, ese de inmensos números negros y festivos en rojo que, todavía, se reivindica en hogares, talleres, taquillas cuarteleras y tiendas de las de antes, de todos esos negocios que se baten el cobre contra algo denominado progreso y sus variopintas demostraciones o exhibiciones, ventas online incluidas, en diversos formatos tecnológicos. 

Sin embargo, hoy, Lunes de Pascua, tenemos que recordar e insistir en un anuncio de esperanza, el del Ángel del Señor cuyas palabras están impregnadas de la sublime alegría de la Resurrección. Es justo lo que precisamos, nuestra tabla de salvación, el escudo con el que acudir a todas las trincheras y frentes de nuestras vidas.

Y es esa nuestra misión, la lucha por una cuestión de fe, creencias, identidad, tradición y costumbres antes de que cualquier nuevo ramalazo de la cultura de la cancelación insinúe fulminar una aplicación de mensajes o borre de un plumazo el nombre de los días de la semana en la que, osados, nos atrevemos a vivir. Su maligno objetivo es el de eliminar, customizar, reescribir, etc. Cuando el rodillo de la memoria selectiva o el sesgado dictamen de elitistas planes echan a andar hacen que incluso distopías del pasado queden relegadas a lo meramente anecdótico.

Por eso, he decidido rebelarme contra ese predatorio afán en su intento de no dejar títere con cabeza siempre que el fanatismo ideológico manda, otorga e impone. Sé que puede parecer una utopía, pero no queda otra en los tiempos que corren y, como un salvaje tsunami, arrasan lo que encuentran a su paso. 

Y, como tú, yo he sido elegido para soportar su sevicia en este yermo territorio reflejado en las primeras líneas de este texto, del poema de Eliot, santo y seña en el mundo de las Letras del pasado siglo XX.

Así lo creo, aquí resisto mientras, retirado y asustado, pido un café en cualquier cafetería como Winston Smith en el orwelliano Chestnut Tree Café. He llegado a la conclusión de que somos presa fácil, un juguete roto, una marioneta cuyas cuerdas se mueven al antojo de sus apetencias, de caprichosos designios y macabros planes. Además, me suena haber vivido este momento. ¿Una pesadilla? ¿Aquella película o alguna lectura del pasado? ¿Acaso un déjà vu

Ni siquiera recuerdo haber sido yo el protagonista, pero tampoco creo serlo de mi propia vida y experiencias. Tal vez, fue otro, pero sí hubo una cafetería, una barra vacía, una mesa polvorienta, un par de sillas destartaladas y un inicio similar allá por las trece horas de un día luminoso y frío de otro mes de abril, el del principio de 1984.

¡Y qué manía con ese mes! ¡Ojalá fuesen sólo treinta días los de nuestro sufrimiento al cabo del año! Sería algo así como una mínima proporción, una escasa presencia del Mal que, poliédrico, asola nuestras vidas al mismo tiempo que agota nuestro devenir por el tortuoso y tenebroso camino del resto de meses hasta completar otro anuario más de desazón, infortunio y desdichas. Y todo, sin contar segundos, minutos, horas, días, meses o años.

Ya me he acostumbrado a este mundo de inquietantes y perturbadoras tinieblas ante las que, a duras penas, no ceso de mostrar síntomas de flaqueza y debilidad por las continuas restricciones y amenazas de sus regidores. Camuflados bajo el acrónimo de inútiles instituciones mundiales, hojas de rutas de sus agendas o el poder absoluto y su impositiva verdad, las bajas y dolorosas pasiones se han convertido en elemento indispensable de mi anhelada redención cuando intento preservar valores, rescatar virtudes y, sin capa de héroe, salvar conceptos como el de la vida humana, amenazada desde tantos flancos y expuesta a múltiples fuegos sin chalecos salvavidas que la protejan. 

Creo, todavía, en el poder de mi detente, en esa oxidada chapa junto al DNI en algún lugar de mi cartera que, con la práctica de la fe sobre la propuesta de la razón, jamás me ha abandonado a mi suerte, concediéndome, intuyo, la divina protección tantas veces reclamada desde mi servicio militar por tierras norteafricanas hace tres décadas. He sufrido y, también, llorado. Cuesta decirlo ahora que, como dijo Tolkien, he de decidir qué hacer con el tiempo que se me ha dado antes de proclamar mi firme declaración de intenciones.

No obstante, tengo la impresión de haber tocado fondo. Me muevo por instinto entre ahogados y desgarrados gritos hacia un Dios que parece no escuchar, que no atiende ruegos ni oraciones, que, distante, evita mis deseos de empuñar la espada contra todo ese ejército de demonios que desafía mi paz interior y el bienestar de los que me rodean. 

Ahora, camino a lo largo del sendero de mi particular via negativa con pasos activos y pasivos a lo largo de la oscura noche de mi alma y la aspereza de mi gélido corazón en el enésimo intento de alcanzar la férrea disciplina espiritual que requiero para consolidar mi resistencia.

No queda otra, resistir y percutir; percutir y resistir ante los que se postulan como gerifaltes de nuestros designios, adalides de la verdad absoluta, gente sin escrúpulos, adeptos y adictos a la manipulación que su posición les otorga, con la exclusividad de la mentira y ese pensamiento único de víbora áspid cuya sibilina mordedura es culpable de mi perdición, de mi más dolorosa derrota, de ese viaje sin retorno en el que sólo mis gratos recuerdos, cada vez más vagos y distantes, me permiten seguir aquí, apurando el último sorbo de este frío e imbebible café, mientras rastreo las huellas de mi tránsito existencial, las de héroes literarios como Shakespeare, Campbell y Cervantes, que también exhalaron su último aliento un mes de abril, al mismo tiempo que reclamo el potente eco de esa angelical voz diciéndome desde la oscuridad del sepulcro que Jesús, el crucificado, ha resucitado para dar luz y sentido a mi vida.

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