Ivan Meler, Luis Rubio, Maximiliano Kolbe
En un escrito anterior me atreví a dar consejos para manejar el absurdo de la muerte.
Craso error.
No se hace literatura con la muerte. Se muere y en paz. Se ofrece la vida, como acto de servicio. Se acepta el largarse de este barrio con una sonrisa y un pitillo.
O con un "¡mamá!" y los intestinos colgando afuera por culpa de un pepinazo de calibre suficiente. O con la triste seriedad de los agónicos sedados.
-Usted acaba de hacer literatura. Mala, perdone.
Es verdad. Quería que no diésemos por descontada la vida. "Lo dan todo por descontado", me acaba de decir el hombre que ha sufrido. La vida, y cada detalle de la vida, cada segundo del tiempo, es una maravilla; y es pecado mortal "darla por descontado". Como lo es descontar tantos y tantos regalos escondidos del buen Dios.
Toca asombrarse de la vida. Y de la muerte. El asombro del dolor.
Tocó contener las lágrimas con los padres de Iván Meler, y con los amigos de Iván Meler, y con la mujer y los hijos de Iván Meler. Era el hijo de quien me enseñó las primeras letras del oficio de publicitario, de diseñador -de "grafista", se decía entonces-, de ilustrador y, con Paco Miñarro, el que descubrió mi vocación de pintor. Iván, su hijo, empezó conmigo, sí, como en aquellos viejos gremios medievales tan sabios, en que el oficio pasaba de padres a hijos. Iván ya fue un director de arte de agencia multinacional -de varias de ellas-, y finalmente un reconocido diseñador freelance con estudio propio en Barcelona, la ciudad del diseño.
Ivan Meler coincidió en mi agencia con Luis Rubio y Bruno Bérchez. Los tres crearon muchos de los anuncios de la Fundación Kolbe (Iván diseñó y maquetó él solito, después de la dura jornada laboral, la segunda revista KOLBE que vio la luz). Los tres soportaban a un servidor cuando les venía con alguna ocurrencia urgente que nadie compraba y todos alababan en el mundillo clerical. Los tres cuidaban aquellos carteles como si fuesen suyos.
Los tres han muerto.
Luis se quedó en la mesa de operaciones durante un transplante de pulmón: tenía fibrosis quística y 34 años.
Con Iván se ensañó un cáncer linfático que lo destrozó, literalmente, en cuatro meses. Tenía 48 años.
Y Bruno dejó este mundo mundano y se fue al Seminario y hoy es sacerdote, y lleva la pastoral de juventud -o cómo se llame eso- del Obispado de Barcelona.
Así que, con la excepción del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, no conozco a ninguna otra unidad de combate espiritual que haya sufrido en tan poco tiempo el 70% de bajas por defunción. Lo que queda de Kolbe es un par de tipos canosos que todavía dan alguna guerra. No dan tanta como antes porque han aparcado el whiskey y los cigarrillos y se han vuelto formales, dentro de lo que cabe.
Quiero pensar que Maximiliano Kolbe estará orgulloso de estos muchachos.
Quiero pensar que el Señor Jesucristo también lo estará: fracasamos estrepitosamente, como Él; quedan por ahí semillas que germinan; y los mejores dieron su sangre. ¿Qué más podemos pedirle a KOLBE?
Nada.
Y si me permiten un desahogo:
-Esto es una gran putada, Jefe; te entendemos, bueno, no te entiendo, pero si así lo quieres, así será. No lo dudes: así será. Aunque... Aunque, es una putada, ya lo sabes, qué te voy a contar. ¡Una putada!
El hombre que ha sufrido se aleja pensativo. Solo el sufrimiento abre la puerta de la razón. Él lo sabe.