Viernes, 17 de mayo de 2024

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Antífona de entrada D-PIII/Salmo 66(65),1s

por Alfonso G. Nuño


Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria. Aleluya (Sal 66(65),1s).
La Eucaristía es el lugar privilegiado para la alabanza divina. Una celebración en que los fieles no solamente se unen a la liturgia celeste en la glorificación de Dios, sino que lo es también en unión con toda la creación. Esto se ve en distintos signos y símbolos en los que se hacen presentes diferentes elementos de la creación modelados culturalmente; naturaleza e historia alaban a Dios: las flores, la cera de las velas, el agua, el pan, el vino, el incienso, las telas, los materiales de construcción, etc.

Un elemento muy importante es el sonido que se hace canto de oración: "Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor" (Ef 5,19).

Un canto que debe estar vinculado a la acción litúrgica, por ello, no es una amenización de la celebración, sino oración de quienes participan en ella conforme al papel que le corresponde a cada uno; lo propio de los ministros, es de ellos y lo del resto de la asamblea, debe ser cantado por ella. Ha de ser un canto bello, lo que no quiere decir que sea complicado o difícil. Y ha de ser conforme a lo que se celebra; hay música hermosa que no corresponde a la solemnidad y reverencia de la liturgia.

Y un canto con una letra adecuada. Cuando se trata de los textos eucológicos, se ha de respetar su literalidad, lo mismo que cuando se canta el salmo responsorial, etc. Cuando hay lugar a la composición libre de los mismos "los textos destinados al canto sagrado deben estar de acuerdo con la doctrina católica; más aún, deben tomarse principalmente de la Sagrada Escritura y de las fuentes litúrgicas" (SC 121).

Y claro, hay que cantar. ¿Por qué cantamos tan poco? ¿Por qué la música de la misa es con excesiva frecuencia tan pobre e incluso mala? ¿Por qué cantamos con tan poca alegría? Nuestras celebraciones son expresión de nuestra fe, de la riqueza de la misma o de lo necesitada que esté de purificación, crecimiento y maduración.
El que canta ora dos veces (S. Agustín).
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