Carta abierta a Darío Adanti, de Mongolia
Querido hermano,
me gustaría escribirte como lo haría San Francisco de Asís, el pobrecillo, a quien, como sabes, echaron de su propia Orden, murió en el suelo y quiso ser enterrado en una fosa común para delincuentes y gente de mal vivir. Sus píos hermanos no cumplieron su última voluntad y prepararon un entierro con toda la pompa.
Francisco se sentía como una mierda, sabía que era una mierda llena de pecado y maldad. Dijo: "Si un asesino hubiese recibido tantos dones del buen Dios como he recibido, sería mucho más agradecido que yo". Todos los santos conocen, palpan su miseria; saben que sin Dios serían los peores de los hombres, capaces de todos los errores y de todos los horrores. Por este conocimiento de su oscura fragilidad, son humildes y consideran que cualquiera es mejor que ellos. Y así se sienten en paz cuando son insultados y maltratados, porque están convencidos de que su maldad merece estos castigos y muchos más. Es de pura justicia, piensan, que Dios permita que me castiguen así. Son hombres y mujeres como tú y como yo, Darío. La única diferencia es que ellos son conscientes de hasta dónde pueden llegar en su descenso a los abismos del mal y nosotros, tú y yo, no.
Por mi experiencia, te aseguro que puedo llegar muy abajo, mucho. Puedo hundirme en la mierda hasta extremos que harían sonrojar al mismo diablo, pero una mano cariñosa me sostiene y me libra de la desesperación. O, dicho de otro modo, una luz diminuta aparece a veces en el fondo del abismo oscuro de la depresión, la angustia y la duda.
Hermano: no sabes lo que has hecho con tu última portada, y como no lo sabes, Dios te perdonará. El Dios que fue torturado y asesinado hace un poco más de 2.000 años te perdonará, porque rogó por quienes lo mataron, porque tampoco sabían lo que hacían. Un servidor, siguiendo el ejemplo de Jesús, también te perdona. Y te da las gracias.
No te sorprendas, hermanito. ¡Cuántas veces yo mismo he tratado al buen Dios como una mierda! ¡Cuántas! Tantas como pecados cometo cada día. Se me acerca un pobre, no le doy nada: estoy tratando a Dios como una mierda. Todo por mi desidia: debería llevar siempre dinero encima. Habla un compañero de trabajo, lo critico a sus espaldas, ¡qué cobardía, qué falta de amor! Me cuesta visitar a mi madre enferma, tremenda pereza y egoísmo, ¡es mi madre! Estoy seguro de que si bebiese ahora como lo he hecho durante 40 años, qué desgracia, hubiese cometido un disparate a cuenta de tu portada...
Así que gracias, Darío, por recordarnos a los cristianos lo mal que nos portamos con Dios, lo mal que lo tratamos, lo mal que correspondemos a tantos dones como recibimos de Él cada día, cada hora, cada minuto. En vez de agradecerle TODO cada vez que respiramos, sí, hermano, lo tratamos como una mierda. Y si alguien se escandaliza es porque ha visto reflejado el fondo de su corazón en tu ilustración: solemos ver en los demás nuestros propios defectos y por eso nos ponemos violentos y exquisitos, y juzgamos con desdén al prójimo.
Tú, también sin saberlo, has hecho de profeta. Has anunciado a esta sociedad cómo trata realmente a Dios. Como una mierda, duele mucho decirlo y dan ganas de llorar. Porque Dios eligió, hermano, nacer entre la mierda de un establo y, qué pena, ahí sigue: entre los excrementos y la tortura de la Cruz, ese patíbulo terrible. Ahí sigue, abandonado en todos los Sagrarios de las iglesias, esperando la visita entrañable de alguna viejita.
Gracias, pues, Darío. Desde mi propia mierda, desde mi propia miseria, rezaré por tí. Es lo mínimo que puedo hacer. Un abrazo, hermano.