¿Por qué has permitido que la muerte lo alcanzara?
Hace algún tiempo una amiga muy querida estaba muriendo de cáncer. Es duro enfrentarse al dolor y a la frustración que conlleva ver a alguien especial apagándose poco a poco sin remedio.
En esos días previos a la pascua de mi amiga, una noche tuve un sueño. Soñé que llegaba al apartamento de mi mejor amigo, donde él vive solo; al llegar allí le encontraba muerto y al darme cuenta me ponía a llorar amargamente, sentía un dolor profundo e insoportable que me removía entera. En mi sufrimiento y desesperación ante la realidad de la muerte de mi hermano de la vida, clamaba al Señor diciéndole: ¿Por qué has permitido que muriera solo? ¿Por qué has permitido que la muerte lo alcanzara? Era tu hijo, era tu siervo… ¿Por qué morir así?
Y de repente escuche una voz fuerte, segura, clara, que me dijo: "¡No!" Fue un no tan fuerte, que me hizo parar de llorar y mirar hacia arriba. Aquella voz de León continuó diciendo: “¡No! cuando la muerte llegó, ya yo me lo había llevado conmigo, la muerte tiene prohibido tocar a mis hijos, la muerte no lo encontró”. Y me desperté con la certeza más absoluta de que aquel sueño era mucho más que un simple sueño, era una confirmación de la esperanza de salvación que nos ha regalado nuestro Dios.
A los pocos días, mi amiga con cáncer murió, y yo no podía parar de dar gracias a Dios por darme aquel regalo, aquella certeza, aquella hermosa esperanza.
Nuestro Padre tenía un plan hermoso para la humanidad, un plan de amor y comunión entre la criatura y su Creador. Ese plan se vió truncado por el pecado de Adan y Eva en el Edén. Y casi sin darnos cuenta, nos encontramos asumiendo una deuda imposible de pagar. Una deuda que implicaba la muerte definitiva, la separación eterna de nuestro Creador.
Rom. 3, 23 “Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios”
Y de repente, sucede algo trascendental, el evento más importante de toda la historia de la humanidad:
Jn. 3, 16-17 “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para que todo aquel que en Él crea no se pierda, sino que tenga vida eterna.”
El creador, el Dios amoroso que no se cansa de buscarnos, da un paso adelante y nos ofrece la solución definitiva, se despoja de su condición divina, se hace igual a nosotros en todo menos en el pecado, y se convierte él mismo en la paga, en el sacrificio capaz de saldar la deuda y devolvernos al lado de nuestro Señor. El cordero de Dios restablece la comunión.
Jesús con su encarnación, muerte y resurrección, nos ofrece el regalo más grandioso e inmerecido, nos da la dignidad de ser llamados hijos de Dios, y por tanto herederos de su Reino. Ya no somos siervos, somos hijos, príncipes y princesas, amados, elegidos, justificados, comprados con sangre y arrancados de las garras de la muerte.
1 Cor. 15, 55 “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”
¡El ha vencido! La mentira del Diablo ha quedado descubierta, la muerte que nos amenazaba esconde su rostro de nosotros, se escabulle atemorizada, porque ya no tiene poder.
Colosenses 2, 15 “Dios despojó de su poder a los seres espirituales que tienen potencia y autoridad, y por medio de Cristo los humilló públicamente llevándolos como prisioneros en su desfile victorioso.”
Y tú y yo, lo único que tenemos que hacer es decir: “Sí Jesús, acepto tu sacrificio, acojo tu salvación, renuncio a la mentira de creer que no soy digno de ti. Soy digno porque tu me has hecho serlo, porque tu castigo me trae la paz y por tus llagas he sido sanado”.
Ya no hay nada que temer, vencida es la muerte en victoria, ¡Aleluya!