Viernes, 01 de noviembre de 2024

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¿Tenemos un Dios Ikea?

por Cuando el río suena...

Dios te ama porque Dios es amor (1 Jn. 4, 8) 

Hace un tiempo escuché la historia de un padre de ocho hijos al cual fue a visitar un buen amigo. Los dos hombres compartían un café entre conversaciones simpáticas sobre la política y el tiempo que haría en su ciudad ese fin de semana. Entre risas y trivialidades, de repente, al amigo de aquel padre le viene una pregunta a la cabeza. Era una de esas preguntas que solo saben hacer los solteros y los que no tienen prole, pero que son bienvenidas porque nos permiten hablar de lo que tenemos en el corazón. 

Pepe, tú tienes 8 hijos, con tantos hijos, todos con personalidades diferentes, aficiones diferentes, gustos diferentes, seguro debes tener alguno que sea tu favorito…

Y Pepe se queda pensando un rato, como escudriñando a cada hijo, buscando recuerdos en su memoria y le responde a su amigo:

Bueno pues ya que lo preguntas, está Marta, mi querida Martita, siempre tan responsable, pero lo está pasando fatal, se está divorciando de su marido que le ha sido infiel y con cara de enamorado suspira ¡ay mi Marta! 

Antes de acabar bien la frase dice: ¡Ah y claro! Está Juan, mi pequeño Juan, siempre ha tenido una personalidad melancólica, y ahora en el colegio le hacen bullying, mi querido niño pequeño, como quisiera que entendiera lo especial que es… ¡Ah! espera y Lucía, la del medio, es igualita a su madre, una muñeca preciosa, ella siempre ha sido gordita, mi gordita, ahora se le ha metido en la cabeza que es fea, si ella pudiera entender cómo la ven mis ojos… Y también está Marcos… 

Y así, poco a poco, y sin dejarse ningún detalle, fue nombrando a cada uno de sus hijos, con sus luces y sus sombras, con tanto amor en sus palabras. Al final, el amigo entendió que Pepe tenía ocho hijos favoritos, que a todos los quería por igual a cada uno desde su necesidad conociéndolos realmente, porque nadie conoce mejor a alguien que sus propios padres.

Esta historia sencilla nos habla del amor del Padre, quien no nos ama como a un rebaño, sino que conoce a cada oveja por su nombre y nos ha pensado con exclusividad y con finura de detalle.

Últimamente, me he encontrado en muchos sitios con la necesidad que tenemos en la Iglesia de que nos recuerden este amor único. A veces me da la impresión de que predicamos mucho el sacrificio y el sacar músculo, y nos olvidamos del amor incondicional de Dios.  Ese que lo da todo, ese amor que transforma la vida y nos quita de encima un gran peso. Esa seguridad de sentirnos queridos es lo que nos hace crecer y afianzarnos en la fe. Sin la certeza de este amor, nos puede pasar que acabemos rezando a un Dios Ikea y no al Dios vivo que conoce nuestro nombre.

Sí, un Dios Ikea, alimentado por la falsa creencia de que somos creados en serie como una interminable producción de seres humanos, y no como seres únicos soñados y pensados con detalle y delicadeza formados con sumo cuidado en el vientre de nuestra madre.

Jeremías 1, 5 dice: “Antes de que yo te formara en el vientre de tu madre, ya te conocía. Antes de que nacieras, ya te había elegido…”

No, nuestro Dios no nos ha creado en serie; nos ha creado en serio. No somos el producto del azar, sino la delicada creación de un Padre que se ha tomado el tiempo de otorgarnos a cada uno un nombre eterno, una personalidad única, que se ha deleitado en pensar en nuestras rarezas y particularidades eso que nos hace ser quienes somos y que tiene un plan exclusivo y perfecto para cada uno de sus hijos.

En Isaías 49, 16 se nos habla sobre un Dios que nos lleva tatuados en las palmas de sus manos. Sí, tatuados como una marca indeleble, imborrable, porque el pacto de amor que tiene con nosotros es eterno y es único. Tan único como la marca de tinta que hace un tatuador, que es exclusiva porque es imposible hacerla en serie, pues siempre habrá una línea o un punto diferente al anterior, porque es la creación de un artista.

Quizás sea buen momento para volver a mirar hacia arriba, como niños pequeños que miran a su Papá y que extienden sus manos para que los alcen en brazos. Porque, ¿qué lugar hay más seguro que los brazos de Papá, que nos conoce y que nos quiere a cada uno tal y como somos, con nuestras luces y con nuestras sombras? 

“Con amor eterno te he amado y por eso te sigo mostrando mi fiel amor” (Jer 31, 3).










 

 















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