Artículo del sacerdote Salvador Aguilera López, Oficial del Dicasterio para el Culto Divino
Benedicto XVI: «El Greco y don Marcelo»
Termina este 16 de enero en el que cada año recordamos el día que nació el cardenal Marcelo González Martín. Fue en 1918 y en la localidad vallisoletana de Villanubla. Hace, pues, 105 años. Aquí su biografía y la página web que creamos hace años:
Cardenal Marcelo González Martín (cardenaldonmarcelo.es)
Salvador Aguilera López, sacerdote diocesano de Toledo, y Oficial del Dicasterio para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha escrito, como firma invitada, en la publicación semanal de nuestro Arzobispado, titulada Padre Nuestro, el artículo titulado:
TOLEDO, EN EL CORAZÓN Y LA MENTE DE BENEDICTO XVI
El último día del año 2022 nos sorprendía a todos la muerte de Benedicto XVI. De ahora en adelante, esa fecha quedará marcada en nuestras memorias, no por ser el día en que concluía el año, si no por ser el día en que concluyeron los años de la vida del Papa emérito.
Sentimientos entrecruzados que van, desde la tristeza por la pérdida, hasta la alegría de tener un intercesor ante el trono misericordioso de Dios. Días también de traer a la memoria momentos vividos, en comunión espiritual y material, con quien ha servido a la Iglesia, unos años, exhortándonos al oído con su palabra, y los últimos, susurrándonos al corazón con su silencio.
En la basílica de Santa María de la Esperanza recibí la noticia. Como muchos años, me encontraba en la ciudad hispalense para celebrar la Eucaristía en Rito Hispano-Mozárabe, ya que el 30 de diciembre es la solemnidad del apóstol Santiago en nuestro venerable Rito. Al día siguiente, con la Schola Cantorum San Eugenio de Toledo, visita obligada a la Macarena, suplicándole esperanza para el año nuevo. Y allí, a los pies de la Madre, recibíamos la noticia de la muerte de su hijo.
Al salir de la basílica todos mostrábamos nuestra tristeza por tan gran pérdida. Algunos de los presentes, al mirarme y ver brotar de mis ojos leves y sutiles lágrimas, reaccionaron como aquellos que vieron a nuestro Señor llorar en Betania por su amigo Lázaro: «¡Cómo lo quería!» (Jn 11, 36).
Mis años de Seminario de Mayor en Toledo trascurrieron desde el dos mil hasta el dos mil siete, durante los pontificados de san Juan Pablo II y Benedicto XVI. En el Seminario de don Marcelo viví mi formación, en sintonía total con el Concilio Vaticano II y latiendo al unísono con el magisterio pontificio.
Tras cinco años de ministerio pastoral en las parroquias de Seseña y Calypo-Fado de la archidiócesis primada, nuestro arzobispo Braulio Rodríguez Plaza me envió a Roma para estudiar en el Pontificio Instituto Oriental los elementos comunes entre el Rito Bizantino y el Hispano-Mozárabe. Llegaba a la Ciudad eterna en febrero de dos mil doce, justo un año antes de la renuncia del papa Benedicto.
Un año de gracia al poder participar en celebraciones eucarísticas, audiencias y otros eventos en los que presidía o participaba el Pontífice. El año dos mil trece, fue para mí un año muy señalado, no solo por el final de un pontificado y el inicio de otro, sino porque el siete de octubre de ese año, comencé a servir a la Santa Sede en la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, teniendo como prefecto del Dicasterio al cardenal Antonio Cañizares, quien unos años antes, por la imposición de sus manos, me había ordenado presbítero en Toledo.
Diez años en Roma y nueve de ellos muy cerquita del Sucesor de Pedro, que hoy se llama Francisco, ayer se llamaba Benedicto y, antes de ayer, se llamaba Juan Pablo. Siempre con la Iglesia, siempre con Pedro, marcando esa fidelidad al Vicario de Cristo afectiva y efectivamente. Una «fidelidad toledana» al Papa que, en palabras del cardenal Marcelo González Martín, llega a ser incluso materializada en las medidas de la catedral de Letrán en Roma y de la catedral primada en Toledo; como está marcado en bronce en la basílica vaticana, ante la sombra del majestuoso baldaquino de Bernini y muy cerquita de donde han sido expuestos los despojos mortales del Papa alemán.
No puedo dejar de compartir, como lo he hecho en estos días con familiares y amigos, algunos de los momentos en los que he tenido la gracia de encontrar al Papa emérito durante sus años de retiro en el monasterio Mater Ecclesiae. El primero, un tres de marzo, fecha tan señalada para mí por ser el aniversario de mi nacimiento. Ese encuentro, tal como le expresé a Benedicto XVI, era un enorme regalo de cumpleaños. Después de ese, han sido algunas más las ocasiones en las que, solo o acompañado, he podido subir a ese «pequeño Tabor» para ver el rostro luminoso de quien, como bien dice nuestro papa Francisco, intercede por la Iglesia con su oración y nos ofrece su silencioso ejemplo.
Quisiera concluir estas palabras, que brotan de un corazón agradecido, compartiendo dos momentos en los que el Papa emérito se refirió a Toledo. Al presentarme monseñor Georg Gänswein como presbítero de la archidiócesis primada, el Papa exclamó: «¡Toledo! ¡El Greco!» y comenzó a relatar su visita a la catedral y a Santo Tomé, señalando el «Entierro del Señor de Orgaz» como la mejor síntesis pictórica de escatología cristiana.
[Sobre estas líneas, el 10 de julio de 1993 el cardenal Ratzinger visitó Toledo, acompañado por su secretario personal, el profesor Olegario González de Cardenal y monseñor Martínez Camino, entonces secretario de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la CEE (primero por la izquierda, delante de la Catedral de Toledo). Les acompañó don Santiago Calvo. En la foto de la derecha, don Hilario Pinel, entonces párroco de Santo Tomé delante del cuadro del Entierro del señor de Orgaz].
En otra ocasión, al oír de mis labios la palabra Toledo, prorrumpió con esta sentencia: «¡Don Marcelo! ¡Un gran hombre que amaba a la Iglesia!».
Eso era Toledo para el venerado y añorado Benedicto XVI: El Greco y don Marcelo. Dos gigantes para la historia; el primero, para la historia del arte, el segundo, para la historia de la Iglesia. Y ambos en el corazón y la mente de Benedicto XVI, con el común denominador de haber plasmado su amor a Dios en sus pinturas y en sus escritos.
[El autor del artículo entrega un retrato al oleo del pintor Raúl Berzosa a Benedicto XVI]