Domingo, 06 de octubre de 2024

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Tu hijo ha muerto por ti

por La Columna del #CoronelPakez

 

 

Se me ocurre que, para entender el dolor de la Santísima Vírgen María durante la Pasión y Muerte de su Hijo –a San José se le ahorró tal sufrimiento, gracias a Dios- lo mejor es ponerse de verdad en su lugar. Y ello, si uno tiene un hijo de 33 años, es tan fácil como terrible. Es mi hijo al que apresan, al que insultan, al que escupen, al que golpean, al que flagelan, al que torturan; es de mi hijo de quien se burlan; es mi hijo el que aparece llagado, envuelto en un manto rojo de sangre, con una corona de espinas, silente y cabizbajo, escarnecido, como un macabro espectáculo de circo que excita el odio del pueblo. Es mi hijo: lo veo y lo siento; atravesadas sus manos por clavos oxidados, las mismas que tantas veces acaricié, las mismas que jugaron con las mías. Es mi hijo, que ya no corre por el pasillo de casa porque está sujeto a una cruz, taladrado el cuerpo y el alma. Es mi hijo. Lo veo y lo siento. Lo veo colgado, ahogándose. Grita: “¡Papá! ¡Papá! ¿Por qué? Tú eras todopoderoso… Papá… Papá…” Porque todos los padres somos omnipotentes para nuestros hijos, somos su seguridad más absoluta: con mi padre al lado no puede pasarme nada, piensan. Pero mi hijo está crucificado y yo no puedo hacer nada. Ni siquiera llorar, porque las lágrimas son la medida de un dolor y hay dolores que no tienen medida humana.

Afortunadamente he llegado a mi lugar de trabajo. Los deberes cotidianos son un bálsamo para el dolor y no se puede meditar –o rezar- con tanta intensidad, no se puede trabajar con el corazón traspasado por una espada de dolor. Conviene distraerse para concentrar la atención en la tarea de hoy. Quizá sea buena una cierta rutina en la oración. Una rutina que la hace posible, humanamente. Si rezáramos siempre con mucha intensidad se nos partiría el alma. Porque la consecuencia de ver a tu hijo colgado de una cruz es preguntarse para qué ha servido ese sacrificio. Ustedes me dirán que fue, en el caso de Cristo, para salvarnos, para acabar con el pecado y con la muerte. Y eso es cierto. Pero, ¿quién lo cree de veras? ¿Quién lo vive de veras? ¿Quién lo agradece de veras? Dan ganas de gritar al compañero de trabajo: ¿Qué haces con tu vida? ¿No ves a mi hijo, asesinado por ti, en esa cruz a la que miras con indiferencia de vez en cuando? ¿Por qué no te lo crees? Es mi hijo y podría ser tu hijo o tu mejor amigo. Un amigo que muere por salvarte del mayor peligro que puedas imaginar. No, no lo puedes imaginar porque la condenación eterna es algo inimaginable. No lo puedes imaginar porque morirías de terror. Se puede morir de amor por el hijo muerto –y esto es insoportable- y se puede morir de terror por la muerte eterna. No queremos, no podemos pensar en estas cosas. Es buena la rutina y las tareas del día y los pequeños problemas y toda nuestra vida ordinaria. Sí, es buena y balsámica, repito. Y no, señor cura, no puede usted exigirme que rece siempre con tanta intensidad porque sólo podría morir o vivir rezando para no morir. Y para agradecer, sí, eternamente, tanto amor.

Entiendo, pues, a los monjes y a los místicos y a los ascetas y a los exagerados del espíritu como Francisco de Asís o Carlos de Foucauld. Entiendo esa especie de suicidio amoroso en que convirtieron sus vidas. Tal vez vivir de otra manera sea sólo rutina y banalidad, un lenitivo como el alcohol, que hace la vida soportable a quienes son demasiado sensibles. Tal vez por eso hay tan pocos santos. Porque es amorosamente insoportable.

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