Viernes, 01 de noviembre de 2024

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Luminarias en la noche

por Lolo, periodista santo

Luminarias en la noche 1

Cuento

Manuel Lozano Garrido
Revista “LINARES” nº 13. Julio 1952

Zurcir ropa y remendar redes son tareas que se ahilan con la burda hebra de las preocupaciones cotidianas. Son los minutos de los grandes problemas. Por eso la mujer, entre rasgueos de ropa desvencijada, y el hombre, bajo el tintineo cascabelero de las olas, se aúnan en la impronta común de sus miradas buídas.

Gorio en la playa, y María, su mujer, en el hogar, salvaban la distancia con la imagen del hijo de sus entrañas.

Bueno de verdad era Gorio. Si algún momento de debilidad había tenido en la crianza de Chuán, bien lo estaba pagando con los disgustos que le traían sus continuas calaberadas y en la azarosa vida marinera. Aún ahora, con la llaga abierta de aquel fruto malogrado, solía pensar, a veces, que sólo por un exceso de bondad había dejado en su día de encauzar unos instintos que a la larga habrían de desbordarse. Porque Chuán, cuando aún no remontaba los doce años, manifestaba ya temperamentales tendencias hacia el vagabundeo y la violencia. Bien se lo decían a Gorio personas ecuánimes, con razonamientos que él trataba de poner en práctica; pero aquellos ojos de Chuán, clavados en la línea infinita del horizonte marítimo, le encendían la duda en el corazón.

Y un mal día, la negra bodega de un mercante acogió en su seno la figura de un mozalbete, en cuya frente ardían los más nefastos pensamientos. Era Chuán que huía hacia la gran aventura.

*          *          *

Castilmar dormía su sueño blanco, recostada cara a las estrellas. Entre sus pies, el faldellín dorado de la arena bullía, lamido por el perro fiel de las espumas. A sus pensamientos, recogidos bajo el triple campanil de sus colinas, los arrullaban el esquilón flechado del castillo, la aguja guiñolesca del faro y el grave bordón  de la ermita recoleta, novia del símbolo y encrucijada esponsal de los dos caminos que enlazaban el castillo –lo antiguo- y el faro –lo actual- con la ciudad.

Por este último, precisamente, resbalaba cierto día un extraño personaje, cuando vino a darse de bruces con una fúnebre comitiva. Hízose a un lado el caminante y, cuando ya el acompañamiento trasponía su presencia, se acercó con cautela y preguntó a un hombre pequeñín y enjuto:

  • ¿A quién llevan a enterrar?
  • Al torrero del faro- le contestó el otro, asombrado de que alguien ignorase en el término de la muerte del viejo torrero. Miró entonces al extraño el pequeñín, y dos gritos se fundieron en el calor de un abrazo:
  • ¡Chuán!
  • ¡Padre!

Sí, era Chuán. Decrépito, macilento, andrajoso; con sus quince años de andadura cenagosa grabados en los quince surcos hondos y seniles de la faz. Era Chuán que, arrojado como un lastre por la borrasca de la vida, venía a remansar su desgracia en Castilmar, cara a la brisa del Océano bajo la caricia de los luceros.

*          *          *

¡Pobre Gorio! Cuando ya su pena empezaba a hacerse silente, aquel regreso despertaba la jauría de su dolor. Triste es tener el alma en lejanía, pero más aún lo es sentir en el corazón el tacto frío de una ilusión que se deshoja.

Chuán tuvo en Castilmar la efusión cordial de una sincera acogida. Hasta se llegó a arropar su aventura con el velo del olvido, y el puesto del fenecido torrero vino de perlas para encajarle en el afanado laborar de Castilmar. Pero lo que a veces tratan de ocultar las palabras lo suele pregonar el lenguaje de los hechos: Chuán era un nidal de impenitencia. Las horas de su nueva vida las pasaba embutido en su celaje de brumas; brumas en los ratos –pocos- del faro; brumas –las más- en la ciénaga de la taberna; y brumas –negras y densas brumas- en el corazón y en el cuenco tenebroso de la conciencia.

Para las existencias abatidas por la desgracia, ha puesto Dios, en la fé, un encrespado mástil de salvación. Pero la de Chuán estaba roída por la polilla fatal del escepticismo. Se le desbordaba a veces en desplantes al bueno del señor Cura, o en virulencias alcohólicas al pasar por la ermita, camino del faro.

*          *          *

El monocorde sonido de las gabarras punteaba de ribetes funerarios la noche encapotada. Era como un tantán sagrado que redoblaba en el gong de las nubes, llamando a la danza macabra y al rito propiciatorio. De pronto, se hizo el silencio, y al rato, el estampido y la fogata de un relámpago iluminó la tragedia de una gabarra abandonada a la tempestad.

-¡Gorio! ¡Gorio! –se oyó- ¡El motor! ¡Estamos a merced de las olas!

-¡Manos a los remos! –ordenó angustiosamente Gorio- ¡Dios mío, y la luz del faro sin encenderse! ¿Dónde estarás, Chuán, desgraciado de mi alma?

Un nuevo estampido acompasó el golpeteo de las paladas marineras. Entonces, la voz angustiada de Gorio desgarró la pesantez de las nubes.

  • ¡Virgencita marinera, ilumínanos, aunque sólo sea por estos infelices que me acompañan!

Rompían ya los primeros goterones, cuando en la lontananza umbría de la noche, empezó a hacerse una débil llamita, que por instantes creció hasta hacerse cegadora. La gabarra se flechó esperanzada hacia ella. ¡Estaban salvados! ¿Qué había sucedido?

*          *          *

La tarde anterior, presagiándose ya la tempestad, el torrero dejó el faro, y abusando de la bebida, prolongó su estancia en la taberna. Pasaban las horas, y en la mente algo más clara del tabernero empezó a perfilarse la honda tragedia del faro apagado en una noche de borrasca. La ciudad se embozaba ya en el capuz de las tinieblas, cuando Chuán, encolerizado, se alejó de las callejas. En sus ojos relampagueaba el tremendo conciliábulo que es la llama y la idea al servicio del mal.

¿Es subitáneo el brote de la violencia? ¿O es más bien el punto de madurez de un sentimiento? En Chuán, su carácter, la ermita, el vino y el pasado, confluían en una circunstancia fatalmente inexorable.

Cuando llegó a la ermita, todo su corazón era un violento crepitar de odios. Atizándolos, estaba allí todo un pasado prieto en fracasos, al que sistemáticamente se le cerraba la salida hacia la esperanza. Toda la fantasmagoría sin base de sus ilusiones se le derrumbaba, plúmbea, sobre el alma en agonía. Se le hacía la vida etérea, diluída, inaprensible… ahora, precisamente ahora que necesitaba de corporeidades en las que clavar la zarpa de su odio.

Y fue entonces, al rozar sus manos los muros antañones de la ermita, cuando sintió que su sed de exterminio tenía ya  presa a la que aferrarse. Al rato, una roja lengua de fuego rasgaba la oscuridad de los cielos.

*          *          *

Castilmar, con su faldellín y sus pensamientos, sigue en el tiempo durmiendo su sueño blanco de cara a las estrellas. Todos los años, y en el mismo día de la tempestad, las tripulaciones de las gabarras suben en romería hasta la reconstruída ermita de la Virgen marinera. Durante el resto de su vida, subió también Chuán, ya laborioso trabajador de Castilmar. Al regreso, y desde la elevada atalaya del faro, sus ojos, serenados por el gozo de la paz, se abrían en un amplio abrazo de dulzura, como queriendo fundir en su corazón el tesoro de la ermita recoleta y las vidas en la azarosa incertidumbre de la mar.

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[1] Publicado también en “Cuentos en ‘la sostenido’ ”, recopilación de varios cuentos de M. Lozano (Madrid 2000)
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