Cristo en las calles
Cruzada nº 3. Junio 1951
El paso procesional y solemne del Sagrado Viático, feliz retorno de una tradición, no puede escapar sin un comentario, a todas luces preciso.
Más por lo que en él hay de síntoma que por el hecho en sí mismo considerado, lo cierto es que Cristo Jesús, en el perenne milagro de la Eucaristía pasa, a veces, por las calles, entre una vacilante indecisión de las gentes que, al trasluz de su ignorancia o desgana, están pidiendo ansiosamente la valentía de un ejemplo para obrar en consecuencia.
Y decimos que el hecho nos alarma en lo que tiene de síntoma porque, mirado objetivamente, no es más que el resultado del ritmo trepidante a que camina el mundo, impuesto por las inteligencias que un día debieron de dar lecciones de mesura y serenidad y que con sus «petulancias» han alumbrado este presente, ensoberbecido por la vanidad y abiertamente en pugna con el pasado. Con un pasado que, si por la marcha del progreso es necesario perfeccionar, no se puede demoler porque es la piedra angular sobre la que se eleva el edificio de la civilización.
Porque un día se trató de cegar el venero de la tradición, tenemos que lamentar que los hombres de hoy, desenraizados de lo que fue un modo substancial en el vivir de sus mayores se dejen llevar por los respetos humanos a la hora de arrodillarse al paso de Jesús-Hostia, se escuden para no formar en su cortejo y hasta se diluyan por las calles próximas. ¡Qué lejos este comportamiento con el de nuestros predecesores! ¡Y qué tremenda responsabilidad la de los que con nuestra actitud pública defraudamos la expectación de los que para sus obras se miran en nosotros! Ante nuestras vanas excusas, y si su ejemplo redentor no fuera suficiente, debería bastarnos este último gesto de Cristo saliendo de sus templos para pasar, amoroso, entre gentes indiferentes e ir a ser el bálsamo postrero y la salvación de un agonizante; el apoyo y sostén de un tránsito al que nosotros también somos llamados a hacer placentero.
Por amor, y también por el íntimo aprecio, debíamos acompañar a Cristo en el Viático. Por amor a Quién nos amó sobre todas las cosas y también por el miramiento de que algún día, inexorablemente, hemos de pasar por el trance de la muerte, que desearíamos a toda costa fuese extremadamente consoladora.
Dice nuestro refranero que «el ejemplo arrastra». ¡Y qué verdad es! Porque la llamarada de emoción que hoy produce la presencia de Cristo en las calles es el fruto ocasionado por la unión de los sentimientos convergentes. De un lado reyes y gobernantes viviendo y volando sobre la legislación su amor a Cristo, en gestos, a montones, como aquel de Rodolfo de Hansburgo, entrevisto por Rubens, cediendo su cabalgadura a Jesús Sacramentado. De otro, esa similar escena de un pintor vasco, tierna, sencilla, con rostros como cirios llameantes en las gentes humildes, alineadas en el cortejo Eucarístico. ¡Con cuánta razón pudo decir Pemán con los labios rezumando ternura: «Enjamás podré olvidarlo mientras viva -que estas cosas se nos meten en el alma- como manos que la ajogan...»!
Cristo, menospreciado, pide veneración; el Papa nos llama a la acción; el venero de 1a tradición histórica reclama su curso y las calles de la ciudad están aguardando nuestro ejemplo. ¿Se lo vamos a negar cuando entraña la prueba de nuestro amor y la forja de una nueva tradición?