Aperitivo, aceitunas
Aperitivo, aceitunas
Del olivar a la barra o al entremés hogareño
Pax, nº 115; 15 noviembre 1957
Ha sido remontando ya el mediodía, en el momento en que en la olla a presión empieza a hervir el tradicional cocido esperando sólo al cabeza de familia para que inicie el rito del almuerzo, cuando, junto a la barra, se ha cumplido el diálogo que da paso a la tramitación de un negocio. Palabras medidas y protocolarias envainan en el aire sus aceros, mientras el barman pronuncia la frase de ritual:
-¿Qué va a ser?
Y tras la elección:
-¿Aperitivo?
Y ha sido en la respuesta –“aceitunas”- cuando al fin se ha producido la primera coincidencia. Después, claro, vino la cifra, la contrapropuesta, el saborear “el chato”, y, cuando al fin llegó el minuto del aperitivo, la aceituna redondeó en el aire la perfecta línea de su triunfo. Y es que en la verde, arqueada y suave pulpa, exenta de aristas y abierta siempre a un camino de esperanzas, los hombres hemos acabado por ver algo así como un símbolo cordial que, por encima de vértices y esperanzas, nos une en un vínculo de hermandad. Nada, pues, debe extrañar que el delicioso fruto del olivo, el bíblico y sagrado árbol milenario, a más de ocupar, con el óleo, un lugar destacado en esa fuente nutricia del alma que son los Sacramentos, sea también elemento básico para la del cuerpo y adalid de esa difícil, y refinada, delectación que es el aperitivo.
Jaén y Córdoba, nuestras provincias olivareras, ultiman en estos días un tonelaje de aceitunas para aderezo con abundantes coros, que va desde la multitudinaria producción “Standard”, que ha de conquistar los más selectos mercados mundiales, hasta ese otro ámbito de manufactura y consumo hogareño que acumula el tesoro de sabiduría a que ha llevado una procesión ininterrumpida de generaciones.
LA FAMILIA
Difícilmente se concibe una recolección oleícola que no bordee el índice mínimo de temperaturas. Cuando amanece y apenas la neblina levanta la línea cuadricular del olivar, dedos congelados de mujer rastrean una y otra vez la dura caparazón de escarcha que ondula sobre los surcos. Allá dentro, recatada y envuelta en hielo como por un claro fanal de estalactitas, está la esfera menuda que hay que rescatar a cambio de un dolor punzante que taladra las yemas de los dedos. Así uno y otro día, hasta que una mañana el sol se siente hombre y se planta en el lugar geométrico de los cielos para saludar al río de oro que sale de las almazaras.
Contra lo que pueda creerse, la recolección para el consumo sólido de la aceituna está a prudente distancia de las heladas en esos días gloriosamente dorados de otoño que siguen a la vendimia y ultiman su ciclo en la rotunda fiesta de Todos los Santos. Es entonces cuando se completa la fase de color del fruto, para entrar ya en la de reblandecimiento que concluye en el aceite. Llegado a ese punto, es cuando entran en juego las primeras cuadrillas, que, por la adherencia del fruto, realizan la recogida a mano, directamente del árbol.
En orden cronológico, la primera que abandona la campiña es la variedad conocida como de cornezuelo, de forma alargada, que no conoce otra utilización que la del aderezo. Si al cornezuelo se le ha negado la maternidad del aceite, tiene, en cambio, su contrapartida en que es uno de los aperitivos caseros más exquisitos.
En madurez, sigue la llamada gordal, así bautizada por su abundante pulpa comestible. Hay en ella tres subespecies: la negra, ya madura, que hay que rajar y consumir de preferencia; la pintona, que requiere cuatro o cinco cortes por unidad, y la verde, que, conservada en agua hasta San José, prolonga su entereza hasta bien entradas las altas temperaturas de verano.
La aceituna de manzanilla es más bien pequeña, y la superficie que limita al sol tiene un suave y bello color dorado. Se utiliza machacada o entera, indistintamente, siendo curioso, en el último caso, el fácil desprendimiento del hueso a la simple presión de los dientes.
Simplificando, citaremos últimamente la sevillana, con la que entramos en la curiosa etapa del aderezo.
ACEITUNA SEVILLANA
Las ha visto Vd., pulcras, enceradas y relucientes, primero tras su limpia envoltura de cristal, después al son de la fiesta, en el banquete, el bautizo o el acto conmemorativo al que asistió. Detenidamente las ensartó y luego quedó un momento pensativo, como asombrado por su tamaño. No, no piense mal; aquí no hay dilatación de laboratorio ni hinchazón de globito de feria. La aceituna sevillana llega hasta su mesa con idéntico relieve con que abandonó el olivar con la única manipulación de su cura y aderezo, fruto de los cuales es ese zumillo indefinible que deleita nuestro paladar y que ha sido elaborado con cierta pulcra experiencia no ajena a la mecanización. Porque –no lo hemos dicho- la sevillana es el único tipo de aceituna que por índice de consumo ha tenido que dar paso a la gran industria. Cada día, centenares de operarios la clasifican, sanan, aderezan y manipulan por medio de máquinas especiales y pensando en Vd. como destinatario.
En general, la que se conoce como “cura”, es una operación que se realiza para privar al fruto de su acidez. En la sevillana, la eliminación es perfecta, bañándola cierto tiempo en una solución de sosa cáustica, rebajada para evitar el carácter nocivo. La sabiduría popular ha hallado un sencillo método para situar el punto exacto de la composición. Arrojado en sosa líquida un huevo sin cocer, se zambulle inmediatamente hasta el fondo. A medida que se va incorporando agua, el huevo sube de nivel, y, cuando sobre la superficie llega a asomar su coronilla, entonces la mezcla estará a punto para atacar con éxito la acidez. Después, sol; unos simples lavados purificadores y la salazón pondrán en condiciones a su aperitivo predilecto, tanto más sabroso si, previa extracción del hueso, ha sido rellenado de pimientos o de esas riquísimas anchoas que dicen “comedme”.
EL ALIÑO CASERO
Pero salgamos ya de la fábrica para ir hasta esas amplias y hogareñas orzas de barro capaces de embutir toda una cosecha. Resumiendo, damos sólo dos recetas de tantas como se utilizan dentro de la geografía española.
La cura aquí no es más que una simple renovación diaria de agua –si es de pozo artesiano, mejor- que en su décima o duodécima edición consigue el punto de dulzura necesario. Sólo entonces se inicia la operación de aderezo. En el fondo de un lebrillo se sitúa una tanda de aceitunas y, sobre ellas, una capa con hojas de laurel, sal y ramas de tomillo. Encima vuelve a repetirse el turno de aceitunas y el de aliño, continuando alternativamente hasta alcanzar la cantidad deseada. Un relleno de agua dejará la obra a sólo cuatro días de utilización.
EL ADOBO
Con esta fórmula la cantidad ha de ser más reducida, pues la inclusión de ajos acaba por ablandarlas. La clave está en un cálculo que no remonte lo necesario para ocho días. Machacados ajos y sal, se muele orégano, al que se añade agua y algunas hojas de laurel. Incorporadas las aceitunas y el resto de agua, sólo falta, al día siguiente, una jarra de buen vino, el limpio mantel a la mesa y… ¡que tenga buen provecho, amigo!