¿Me amas más que estos?
Si bien escribo desde Papúa Nueva Guinea, en este escrito no encontrarán cocodrilos, arcos y flechas ni ninguna de esas cosas con las cuales solemos asociar esta misión. Si esperaban alguna anécdota selvática y llena de aventuras, lamento defraudarlos. Hablaré de un episodio que me ocurrió hace unos meses en Yako, una de las cinco aldeas que tenemos en nuestra parroquia.
Se trata de una mujer llamada Margareth, pero le dicen “Maggie”. Es anciana, aunque para ser sinceros, en Papúa Nueva Guinea es muy difícil determinar la edad de una persona por sus rasgos: suelen aparentar mucha más edad de la que realmente tienen. Conoció a los primeros misioneros que vinieron a esta zona, y siendo joven tomó una decisión: consagrarse a Dios sirviéndolo dentro de la capilla de su aldea. Y fue así que para poder cumplir ese propósito decidió no casarse, pensando que los hijos y el marido podrían resultar un impedimento para esto que ella consideraba tan importante. Y por eso desde muy joven sirve en la capilla donde vamos dos veces por semana a celebrar la Misa, cuidando las cosas de la sacristía y participando de cuanta actividad se haga. De hecho, la sacristía de Yako es la más ordenada de las cinco comunidades y la que siempre tiene todo impecablemente limpio.
En nuestras comunidades solemos hacer una hora de adoración al Santísimo todos los días, y al finalizar la adoración comienza la santa Misa. ¿Qué pasó? Un día no vino a la adoración. Me sorprendí, porque jamás falta. Es más, es siempre la primera persona que llega. No se la vio durante toda la hora de adoración, y terminada la adoración, debía comenzar la Misa. Y lamentablemente, Margareth aún no llegaba. Me sorprendí aún más. Pensé en esperarla, pero después decidí empezar sin ella, porque no sabría cuándo vendría. Es más, ni siquiera sabía si iba a venir o no. Fue durante las lecturas que llegó, apurada, y se sentó adelante.
Durante la comunión, cuando pasó la última persona, me dí cuenta que ella no se había acercado a comulgar, así que la miré de reojo, ¿y qué me encontré? Estaba llorando como una niña, tapándose la cara para que no la vieran, pero no podía ocultar sus lágrimas. ¿Y por qué lloraba? Porque ese día no había podido recibir a Jesús. Lloraba, en otras palabras, por amor a Nuestro Señor. Confieso que me dio una pena terrible verla llorar así, pero al mismo tiempo me dio una gran alegría, porque pensé: “esta mujer sí que ama a Jesús”. Y fue en ese momento cuando vinieron a mi mente como un rayo las palabras del Señor a Pedro, y sentí que me preguntaba a mí: “¿Me amas más que estos?”. Y ahora, delante de esa frase, el confundido era yo. Y también era yo el que tenía ganas de llorar y el que quería taparse la cara de vergüenza por lo trágico que sería la respuesta. “Más que ella… lamentablemente no”, tuve que decirle a Nuestro Señor.
Ya de vuelta en casa, pensé bastante en lo que había ocurrido. De hecho, ese episodio me dio materia para la hora diaria de adoración durante unos cuantos días. Sobre todo, porque a nosotros, sacerdotes, se nos pide que superemos en amor a todos los demás. No se nos pide que amemos como los demás, sino que se nos pide amar más que los demás. A Pedro, Nuestro Señor no le preguntó si lo amaba como los otros, sino que le preguntó si lo amaba más que los otros. Desde aquel día me sucede con cierta frecuencia que, durante la Misa, viendo las capillas repletas de gente, recuerdo esa pregunta: “¿Me amas más que estos?”. Y basta con hacer un “pantallazo” rápido para ver la cantidad de almas santas que existen, y nuevamente renovar la vergüenza porque la respuesta aún sigue siendo la misma: “Más que estos… creo que no”. Y una vez más, fueron los evangelios los que le trajeron paz al alma: Pedro, como sabemos por el texto original en griego, no le dijo “te amo” al Señor, sino que le dijo “te quiero mucho”. De hecho, sabemos que las primeras dos veces Jesús le pregunta “¿me amas?”, y viendo que Pedro le había respondido diciendo “te quiero mucho” y no “te amo” (como Jesús hubiese deseado escuchar), la tercera vez Nuestro Señor ya no le pregunta si lo ama, sino que le pregunta “¿me quieres mucho?”. Pedro no tenía el valor de decirle “te amo más que estos” porque pocos días antes lo había renegado tres veces, y sabría que decirle “te amo más que estos” hubiese sido presunción de su parte. Pero la historia no termina en la triste respuesta de Pedro, sino que continúa. Sabe Jesús que Pedro no lo ama como quisiera amarlo, pero también sabe que aún así, ese “te quiero mucho” en lugar del “te amo más que los demás” es suficiente. Y por eso, aún teniendo en cuenta esa falta de amor, el Señor le confía lo más preciado que tiene: las almas. Comentando este hecho decía Benedicto XVI: “Parecería decir que Jesús se ha adecuado a Pedro, en lugar de Pedro a Jesús! Y es justamente este adecuarse divino el que da esperanza al discípulo, que ha conocido el sufrimiento de la infidelidad… Desde aquel día Pedro ha seguido al Maestro con el conocimiento de la propia fragilidad, y este conocimiento no lo ha desanimado… Pedro ha llegado a confiarce en este Jesús que se ha adaptado a su pobre capacidad de amor. Sabemos que Jesús se adapta a nuestra debilidad. Nosotros lo seguimos con nuestra pobre capacidad de amor, y sabemos que Él es bueno y nos acepta”. El primer paso es ese: darse cuenta de lo lejos que estamos de amar al Señor como Él merece, humillarse como Pedro y de ahora en adelante hacer las cosas del mejor modo posible, para que a pesar de nuestras miserias y egoísmos, podamos también nosotros llegar a amarlo como lo amaron los santos, y como lo ama Maggie.
P. Tomás Ravaioli, IVE
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