Martes, 14 de mayo de 2024

Religión en Libertad

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El milagro nuestro de cada día

por Lolo, periodista santo

 Diario de un enfermo.

Una de las características de los escritos de Manuel Lozano, que más pueden ayudar a conocer su talante, su pensamiento, su estilo de vida son sus escritos autobiográficos. Tres de sus libros tienen ese estilo: Dios habla todos los días; Las golondrinas nunca saben la hora; y Las estrellas se ven de noche.

Mucho de lo que recoge en esos libros lo había sido publicado antes en distintas secciones de revistas. Es el caso de “Diario de un enfermo”, que publica en “Enfermos misioneros”. Pero nunca se queda en el dato autobiográfico; siempre hace una lectura del acontecimiento, una moraleja, una idea para pensar.

            Es lo admirable de este hombre: inválido se crece y se llena de valor; ciego, y ‘ve hasta las estrellas’; escuálido en su cuerpo y sin embargo “LOZANO” y “GARRIDO” en su contacto con los demás.

                                   Rafael Higueras Álamo

 

Diario de un enfermo

 

El milagro nuestro de cada día.

 

Manuel Lozano Garrido

 

 Enfermos Misioneros, nº 64, octubre 1963

 

DÍA 5. HOMBRE PROVISIONAL

           

            Desde hace 21 años, el hilo de mi vida está, si cabe, un poco más en las manos de Dios. Durante los últimos diez meses también manipulan con el ovillo esas otras manos menos infalibles, aunque voluntariosas, que son las de la Ciencia. Cada día o cada semana un bote de fermentos o una transfusión me compran la llegada del crepúsculo o el sol de una tarde de domingo. Hay en todo esto un clima raro de supervivencia milagrosa, un algo así como nadar en el fondo del océano con una mascarilla de oxígeno. Y, sin embargo, lo que habría que decir en realidad es que se trata de una situación de supermilagro, porque, como alguien ha dicho, cada latido de un corazón es un prodigio que se repite segundo a segundo en todos los hombres. Que el portento sea habitual o extraordinario, apenas importa. Lo maravilloso, lo verdaderamente escalofriante, es que se le aproxime a cada uno y le trabaje continuamente por amor y con amor: Dios, compañero, amigo, médico, guardián y Padre.

 

DÍA 7. LOS AMIGOS

           

            Mis transfusiones entran en los dominios de la estadística, lo que quiere decir que ya se quedan de reata. Con la de hoy van treinta y puedo decir que tengo dentro más sangre ajena que propia. Alguien dijo de mí que yo vivía de la sangre que me daban los amigos y, claro, es así. Muchas veces he pensado y repensado la situación, porque la cosa tiene su miga. Me impresiona esa tremenda procesión de generosidad en la que periódicamente se encadenan tantas personas. El que tenga pensamientos tenebrosos sobre la espiritualidad de las criaturas, que venga a mi lado y lo vea; en lo que el nubarrón de mi alma se carga, es en el concepto de la generosidad. Me duele todo esto, no por lo que tenga de humillante el recibir, sino porque lo verdaderamente hermoso es el dar. Me conturba ese contrasentido de una existencia que ha soñado en vivir con desprendimiento, dándome siempre a Dios y a las criaturas, y esta cruda realidad de un cuerpo que es como un odre donde se vierten las dulces cantarillazas de los amigos.

           

            Medito y medito, y al fin me doy como un chasquido sobre la frente. Bobo de mí, que no me he puesto en los ojos más que unos cristales de glóbulos rojos, agujas y jeringuillas. ¿Qué piensas, amigo, de ese gran “Cuerpo Uno” que es la Humanidad arracimada? ¿Es que no cuenta también el plasma del amor? Ni la enfermedad, ni la invalidez, ni la misma muerte, le pueden tocar un pelo al espíritu de entrega de un hombre. Me queda íntegra la fuerza de la generosidad. Lo que pasa es que la comunidad de los hombres necesita un camino de enlace más arriba de las estrellas y a mí me ha tocado la dirección vertical. No soy una criatura de privilegio, porque las cruces redentoras, para hacerse, necesitan a la vez travesaños horizontales. Lo que a mí se corresponde es el trasiego del espíritu, la linfa del amor que se aúpa hasta las manos del Padre para que Él le inocule la vitalidad de Cristo y así seamos todos enriquecidos.

 

DÍA 8. CARÁCTER

 

            Antonio G., un amigo escultor, ha cincelado en piedra una imagen que mide cuatro metros de altura. A ojo de buen cubero, aunque no entiendo, yo le calculo que debe de haber manejado un bloque de piedra de unos cinco mil kilos de peso. Al final, la figura se le ha quedado en unos mil; o sea, que para cuajar un volumen práctico, ha tenido que ir eliminando una materia cuatro veces superior. Se me ocurre que también hay que trabajar así la grandeza de un alma, a golpes de martillo, desmochando inutilidades, descortezando el carácter y las virtudes del corazón para dejarlo puro y holgado, sin adherencias que asfixien.

 

DÍA 11. TENTACIÓN DE ESTRENO

           

            De pronto noto que mi hermana llega por el pasillo y pregunta: - “¿De qué te ríes?”

           

            Y resulta que sí, que tengo el hormiguillo de una sonrisa por toda la cara. - “Si te lo digo, vas a ser tú la que se monde de risa. ¿En qué dirás que me estaba entreteniendo? Pues en hacer planes de comidas…”

           

            El caso es que uno, que tiene más faltas que la báscula de un carbonero no se acusa desde hace más de veinte años de ese neroniano y pantagruélico pecado que es la gula, por falta, claro, de apetito. No es que yo sea un hombre virtuoso, sino que la tentación, por inapetencia, carece simplemente de sentido.  Pero, de buenas a primeras, he aquí que las transfusiones han venido a agitar toda esa casuística del gusto y los apetitos. Sin rodeos, ahora tengo hambre, esa ansia de buenos sabores que hacen las delicias de un “gourmet”. La solución para todo, incluso para la anemia, sería la de devorar platos ingentes, pero el ‘Pedro Recio’ de mis martirios se llama atrofia intestinal. Del arroz cocido, la carne a la parrilla y la manzana rayada, no hay quien me saque y gracias. Pero, además, la cosa es definitiva. La cervecita, el chocolate, los huevos fritos, los plátanos y las patatas a la inglesa -“mis benditas papas reondas”-, han pasado ya al nostálgico museo de los recuerdos. Mi tribulación, por tanto, se ha enriquecido con un nuevo frente de combate. Miro a eso de las tentaciones y pienso en la multitud de sus características. Un dolor reumático, por ejemplo, por inesperado, apenas si deja tiempo para la reflexión. Cuando queremos contraer el grito, ya rueda por los ángulos del dormitorio. Pero lo de ahora es distinto. La gula concede la oportunidad al diálogo. A uno le queda tiempo de repasar la galería de sus placeres y compulsar también el alcance final de la renuncia. Por eso digo que si, con sorpresa, también he recibido a esa nueva tentación con la alegría que dan una fácil posibilidad de victoria. Claro que de la confianza viene el peligro…

 

DÍA 13. LA SEGUNDA MISIÓN

           

            Casi perdida en la sección de cartas al Director de un semanario, he leído la de un misionero que se ha consumido toda su vida en las selvas americanas y al cabo de los años regresa para reponer energías. Como hasta lo que más vale, que es la salud, lo ha dado noche y día, vuelve, por supuesto, con los bolsillos extremadamente vacíos. Pero sucede que al hombre le bulle la juventud en el alma y su gran ilusión sería volver de nuevo a las altiplanicies, junto a los cóndores y las criaturas de piel color de ladrillo. La salud, en su caso, pasa una factura que se concreta en la palabra “dinero”. El buen cura debe de haber pensado en la mies del otro lado del océano con una profunda turbación. Su hoz no tiene otro precio que el de la mendicidad y, sin pensarlo más, se ha puesto en la esquina de un periódico, ha tendido a los pies un pañuelo, cogido por cuatro piedras, y ha alargado la mano mendicante a todos los hombres que pasan por la calle de la letra de la imprenta. Ignoro si el buen curita conseguirá tomar alguna vez el pasaje de regreso, pero lo que nadie me quita es el refuerzo que ha echado a su trabajo misionero con el valor de la humillación y del sacrificio.

 

DÍA 14. DESPEDIDA

           

            Nos liamos la manta a la cabeza y hemos liquidado las zapatillas y el bastón. Los dos llevaban conmigo sus diecinueve años cabales. El bastón me lo cedieron gentilmente a la salida del Hospital de Madrid. “Chico: si alguna vez te pones bueno, nos lo mandas…”. Yo no sabía qué hacer, porque no exagero si digo que estoy muy lejos de una mejoría o de cualquier esperanza, pero desde hace muchos años tampoco me sirve. Con las zapatillas, ídem de ídem. Desde el principio ya hube de utilizarlas a medio uso, sin talones. Lo pienso y sí; resulta que no he dado con ellas ni un leve pasito. Como las suelas estaban siempre inmaculadas, pues hala, a usarlas en zapatillas de verano, de invierno y de lo que se presentara. Se fueron, sin pena ni gloria, en el cubo de la basura, pero me han dicho que, en la suela, los dos números 41 de la medida estaban intactos, casi se diría que tristes, con la tristeza de una misión no cumplida: la de ayudar a caminar.

                               

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