Viernes, 17 de mayo de 2024

Religión en Libertad

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La vía del guerrero (RB Pról. 22-34) - I

por Alfonso G. Nuño

 

 

Si queremos habitar en el tabernáculo de este reino, allí en modo alguno se llega a no ser que se corra con las buenas obras [cf. Sal 119(118),32]. Pero, con el profeta, preguntémosle al Señor, diciéndole: «Señor, ¿quién habita en tu tabernáculo o quién reposa en tu monte santo?» [Sal 15(14),1]. Tras esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor que nos responde y muestra el camino de su tabernáculo, diciendo: «Quien anda sin mancha y practica la justicia; quien dice la verdad en su corazón, quien no ha engañado con su lengua; quien no ha hecho el mal a su prójimo, quien no ha acogido la injuria contra su prójimo» [Sal, 14,2-3]; aquél que echa lejos de su corazón al maligno, al diablo, que le sugiere algo, junto con su sugerencia, lo ha conducido a la nada y ha cogido las crías de pensamientos y las ha estrellado contra Cristo [cf. Sal 15(14),4; 137(136),9; 1Cor 10,4]. Aquéllos que temen al Señor no se envanecen por su buena observancia, sino que considerando que el mismo bien que hay en sí no es posible por sí mismos, sino que es el Señor quien lo hace [cf. Sal 15(14),4], proclaman la grandeza del Señor que en ellos actúa, diciendo con el profeta: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» [Sal 115(113B),1; cf. Flp 2,13]. Como tampoco el apóstol Pablo se atribuía a sí mismo algo de su predicación, diciendo: «Por gracia de Dios soy lo que soy» [1Cor 15,10] y de nuevo él mismo dice: «Quien se gloríe que se gloríe en el Señor» [2Cor 10,17]. Por eso también dice el Señor en el Evangelio: «Quien escucha estas palabras mías y las obra, se asemeja a aquél varón sensato que edificó su casa sobre piedra; vinieron las riadas, soplaron los vientos y arremetieron contra aquella casa, y no cedió, porque estaba cimentada sobre piedra» [Mt 7,24-25; cf. Sal 15(14),5].

Las líneas anteriores de la Regla han llevado al lector-oyente a reconsiderar su propósito, a tomar pie en aquello que supone el seguimiento de Cristo. Una vez dado este paso, las palabras del maestro-padre son un condicional, todo depende de que se quiera o no caminar con el Señor. Y el que así lo quiere ha convertido en decisión el anhelo más profundo del hombre: «¡Qué deseables son tus moradas, Señor del universo! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo» (Sal 84,2-3). La decisión es la de penetrar en el Santuario celeste en que ya ha entrado el Sumo y Eterno Sacerdote (cf. Hb 9); en ello está la bienaventuranza: «Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre» (Sal 84,5).

 

El tabernáculo era, por excelencia, el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Y, en el celeste, ciertamente tendrá lugar la divinización en plenitud, pues contemplaremos a Dios, tras del velo, cara a cara. Pero seguiremos siendo hombres, por deificados que estemos, y un santuario es lugar de culto al que en él está. El lector-oyente quiere, ha decidido, que llegue a plenitud su vocación sacerdotal, su vocación de liturgo, por ello, quiere estar donde está el Sumo Sacerdote.

 

Y allí solamente se llega por el Camino, que es Él; camino que como corriente marina más nos lleva que lo andamos, pero que también tenemos que recorrer. Camino que lleva y que solamente se puede recorrer con premura, lo es no para andar, sino para correr. Y solamente es posible correr por el camino de los mandatos divinos, sólo es posible avanzar prestos con pasos de buenas obras, cuando Dios dilata el corazón. Entonces, cargando con la cruz se puede seguir con ligereza a quien ha penetrado, por su sacrificio de una vez para siempre, en el Santuario celeste.

 

 

[Foto gentileza de una contertulia del blog]

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