Viernes, 17 de mayo de 2024

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Antífona de comunión TO-VIII.1 / Salmo 13(12),6

por Alfonso G. Nuño

 

Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho, entonaré himnos al Dios Altísimo (Sal 13,6).
Son muchos los bienes que Dios nos ha otorgado y todos los encontramos y rememoramos en la Eucaristía. En ella nos encontramos con la Imagen de Dios invisible (cf. Col 1,15), Cristo el Señor. Nosotros fuimos creados a imagen y semejanza (cf. Gn 1,26). Solamente con que nos hubiera dado la vida hubiera sido bastante para cantar agradecidos, pero además no solamente somos criaturas, sino que somos imagen de la imagen.

Al ir a comulgar, nos encontramos con un descendiente de Abraham. Era motivo de sobra ser imagen de la imagen para cantar, pero además después del pecado tuvo misericordia de nosotros y pacto con nuestro padre en la fe. Esto es un gran motivo de alegría, pero además en las manos del sacerdote vemos al profeta del que habló Moisés al pueblo (cf. Dt 18,15).

Ya era una inmensa gracia la elección de Abraham, pero no fue suficiente para Dios y formó un pueblo, lo llevó por el desierto, selló con él una alianza, le donó las diez palabras y le dio la tierra que había prometido tras derrotar a sus enemigos. Y allí le dio un rey, David. Y nosotros contemplamos a su descendiente, al Cristo de Dios. Con esto sería más que de sobra para dar gracias, pero para Dios no fue suficiente y su amor lo llevó a más.

Y, en la ciudad de David, había un templo en el que Dios estaba presente. Y nosotros en la Eucaristía contemplamos al Hijo que se hizo hombre, que se hizo carne; su humanidad es el verdadero templo de Dios. Con cuánta razón tenemos que cantarle a Dios. Pero su amor lo llevó a más.

Y en aquél templo los descendientes de Aarón ofrecían a Dios sacrificios. Y nosotros en la Eucaristía movidos a cantar estamos porque Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, es quien celebra el memorial de su Misterio Pascual, del sacrificio de sí mismo ofrecido de una vez para siempre. Y al ser el culto agradable al Padre y salvación para nosotros es infinitamente más de lo que nuestros pecados podrían esperar. Pero su misericordia lo llevó a más.

Y nos regaló en la última cena la Eucaristía, para celebrar por siempre su amor y la alianza sellada en su sangre, y nos dio el mandato del amor. Y ya no es el maná del desierto, sino que es el mismo Cuerpo de Cristo el que se nos da en alimento. Y no es el vino de las viñas de la tierra de Israel, sino que es su Sangre la que sacia nuestra sed. Por cuántas cosas tenemos que cantar himnos al Señor. Pero su amor no tuvo con esto suficiente.

Ya era motivo de alegría poder comer la Pascua cada año en Jerusalén y lo es también celebrar la de Cristo cada domingo, pero además en ella pregustamos, si lo demás no fuera ya más que bastante, el banquete celeste. Cuánto por cantar y tanto más esperamos cuanto más tenemos que agradecer.

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