Martes, 23 de abril de 2024

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¿Y la belleza del alma?

por Guillermo Urbizu


¡Tanto como acicalamos el cuerpo! Mujeres y hombres preocupados por la tersura y color de su piel, por esos kilos de más, por esa nariz excesiva o un poco desviada, o por esos escasos labios. Se reforma lo que haga falta. Y esas canas fuera, y esos pechos por fin enhiestos y relucientes. Hay que estar guapos, hay que estar imponentes, para lucirse en la playa, en la cama y en el espejo. El cuerpo manda y tiraniza. Mirarnos, mirarse. Regodearse en el aspecto y en la fantasía. Mostrar a los demás el fruto de tanto mimo, del sacrificio del gimnasio, del régimen alimenticio y de las largas sesiones de masaje, sauna, depilación o ultravioletas. Hombres y mujeres. Y por medio un gran montón de complejos y de insatisfacciones (que no desaparecen con las cremas). En realidad se trata de una particular búsqueda de la felicidad. Todo lo hedonista y delicuescente que se quiera, pero felicidad al cabo. Que es para lo que el hombre está hecho y no ceja, aunque se equivoque. Pero, ¿qué ocurre, qué pasa? Pues que la cosa corre el peligro de quedarse en la epidermis de todo, y un anhelo tan costoso se trastabilla muy pronto. Normalmente en un exceso, y en el muy fugaz reflejo del tiempo, que no perdona a nadie. Yo no digo que esté mal cuidarse, digo que cuando se pierde la sensatez corremos el riesgo de que el cuerpo se nos quede hueco, sin alma, y lo que creemos que es belleza sea tan sólo una triste apariencia de rostro, de piernas o de nalgas. Exuberante, todo lo que se quiera, pero sin gracia.
Porque lo que da consistencia, alegría y poso a una persona es la armonía de inteligencia y corazón. Que el alma brille en sus ojos. Un alma buena, grácil, elegante. ¿De qué nos enamoramos? ¿De un culo bien torneado? ¿Nos enamoramos perdidamente del bajo vientre o de esa espalda donde la mirada se pierde? ¿De qué nos enamoramos? De toda la persona, supongo. Pero después del primer resplandor -¡ay ese primer resplandor, cómo hiere!- vamos profundizando en los matices, y nos adentramos en la personalidad, en sus principios, virtudes y miradas. Nos interesa más la ternura, y los detalles. Y nos bebemos sus palabras, mensajeras de tantos silencios ensimismados. En definitiva, buscamos comulgar con el alma de esa otra persona. Comulgarnos enteros, completos, para siempre. ¿Y si lo de dentro no guarda armonía con lo de fuera? ¿Si esa alma, de cuerpo tan despampanante, es cruel, frívola o egoísta, o simplemente tonta? Hay demasiados chascos al respecto. La belleza del alma es la que prima (así debería), donde radica la felicidad que dura y nos trasciende. ¿Qué importan unos michelines de más, o esas arrugas o que sea bizco? Pero… ¿hoy en día cuántas personas se preocupan por ganar en hermosura para su alma? El cultivo de las virtudes necesita también ejercitarse, dedicarle tiempo y algún tipo de régimen. Pero es como si nos diera igual o apeteciera menos.

¿En qué espejo se refleja el alma? ¿Dónde podemos vernos por dentro? ¿Cómo podemos hacer para conocer mejor a las personas? No creo que haga falta mucha ciencia para saberlo. El alma se retrata en sus obras. En su unidad de vida. En su lealtad y sinceridad. En esa mirada pura, limpia, que no agacha la conciencia y que mira de frente. El alma bella piensa más en los demás, se da, se ofrece. El alma que brega por ser mejor transmite paz, y contagia sus ganas, su ímpetu. En resumen, el alma que es bella -o que está en ello- se refleja en el amor que tiene, y que acrecienta a lo largo de un tira y afloja que nunca resulta fácil. La vida exterior es señal inequívoca de la vida interior de cada uno. Y la felicidad sólo es posible si esa preocupación por la belleza física va en consonancia con el mismo tipo de preocupación por nuestra belleza espiritual. De lo contrario el fracaso es seguro. Y la fachada sólo será eso, fachada. Un festival de parpadeos y nebulosas.
 
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