Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

Un viaje y un camino: vida y fe


Si el viaje sin más nos diese cultura, las maletas serían cultas en grado sumo. Pero más allá de moverse, los seres humanos viajamos por y para algo, hacia algo y con alguien

por José F. Vaquero

Opinión

Algunos afortunados están disfrutando ya de sus vacaciones; merecidas, es verdad, pero ello no quita la fortuna, la alegría, de este período de descanso. Una actividad caracteriza estos días y semanas, y nos lo recuerda, año tras año, la Dirección General de Tráfico: el viaje al lugar de vacaciones, o el viaje que acompaña a todas las vacaciones. En estos meses se dispara el número de desplazamientos, de viajes. ¿Pero por qué es importante el viaje? ¿Qué nos enseña el viaje, más allá de lo mucho que sigue subiendo la gasolina?

Viajar, por esencia, es ir a un sitio, o hacer un recorrido con una salida y una meta. Si el recorrido y la meta son buenos, normalmente también nos mejorarán, siempre y cuando viajemos y no simplemente seamos movidos. Si lo importante es moverse, si el viaje sin más nos diese cultura, las maletas serían cultas en grado sumo. Pero más allá de moverse, los seres humanos viajamos por y para algo, hacia algo y con alguien.

Viajamos por y para algo, aunque sólo sea para descansar, romper con la monotonía de la vida ordinaria y disfrutar de “otras” actividades. Como seres racionales hacemos las cosas por y para algo, y también por eso valemos más que una maleta que va y viene por autobuses, trenes y terminales de aeropuerto, lugar preferido para su pérdida. El fin, la intención, colorean la tonalidad de nuestros actos.

En ese por y para algo, viajamos hacia algún lugar. Un viejo amigo solía decir: “Si no sabes a dónde vas, no estás perdido”; yo añadiría: simplemente eres un perdido, te pareces demasiado a las maletas, o a los perros que van y vienen porque sí. Pero creo que hay muy pocos perdidos en nuestra sociedad. Sabemos hacia dónde vamos, y queremos caminar hacia esa meta. Ese destino puede ser mejor o peor, la felicidad integral para mí y cuantos me rodean, disfrutar de la vida sin mayores preocupaciones o la dulce “aurea mediocritas”.

Caminamos hacia algún lugar. Tal vez pensando sólo en la felicidad del siguiente minuto, o de la siguiente semana, o en la felicidad de mi familia, o en la felicidad aquí y en la vida eterna, fruto de la entrega total al amor. En la buena elección de este fin radica, queramos o no, la consecución de este fin. La felicidad no es un lugar al final del camino; está a lo largo del buen sendero, del camino en el que reina el amor.

En este punto entronco con la última nota del viaje: viajamos con alguien (casi siempre), o como mínimo encontramos a alguien durante el viaje. Me ha sorprendido la reciente visita del Papa Francisco a Lampedusa, isla siciliana del Sur de Italia y territorio italiano más cercana a África. Como pasa con nuestras Canarias, Lampedusa es la puerta para muchos inmigrantes africanos, que iniciaron un viaje peligroso, movidos muchas veces por la desesperación, la esperanza en mejorar un poco su terrible situación en el país de origen.

El Papa Francisco escuchó historias dramáticas de este drama humano. Pesadilla, que se lleva muchas vidas por delante. Ante esta situación, decía, corremos el peligro de la indiferencia. Nos da lo mismo el sufrimiento de nuestro hermano, y en este mundo globalizado, globalizamos también la indiferencia. El problema de la inmigración es complicado, tiene muchas caras, no podemos pecar de ingenuidad. Pero a veces sorprende la respuesta, escasa, a problemas y tragedias humanas, y la abundancia en cobros de comisiones, corrupciones, gastos millonarios de representación y disfrute despreocupado del dinero público. ¿No podrían los gobiernos ser un poco más humanos, y recortar un poco en palabras, palabras y palabras que no llevan a ninguna parte?

El viernes pasado el Santo Padre nos regaló una luz para este viaje, una luz que ilumina todo el trayecto de este camino. Ya nos había dicho en su primera homilía que uno de nuestros empeños debe ser caminar. La luz de la fe es precisamente aquello que quiere poner de relieve la carta encíclica Lumen fidei: la luz que proviene de la fe, de la revelación de Dios en Jesucristo y en su Espíritu, ilumina la profundidad de la realidad y nos ayuda a reconocer que ella lleva inscrita en sí misma los signos indelebles de la bondadosa iniciativa de Dios. Gracias a la luz que viene de Dios, la fe puede iluminar "todo el trayecto del camino" (n.1), "toda la existencia del hombre" (n.4). Ella "no nos separa de la realidad, sino nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacia sí" (n. 18).

Francisco nos invita a vivir la fe, este camino de la mirada que busca y reconoce la verdad. Nos recuerda, pensando por ejemplo en el drama de la inmigración, o tantos y tantos dramas personales, que la fe no es una luz que disuelve todas nuestras tinieblas, pero sí la lámpara que guía nuestros pasos en la noche, y esa luz nos basta para el camino.
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