Viernes, 19 de abril de 2024

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¿También vosotros queréis marcharos? San Bernardo de Claraval

¿También vosotros queréis marcharos? San Bernardo de Claraval

por La divina proporción

¿Cuántas veces nos hemos horrorizado ante las palabras de Cristo? Muchas, tantas que intentamos dulcificarlas, hacerlas a la media de la naturaleza herida y limitada del ser humano. Las palabras del Señor nos interpelan hasta lo más profundo del alma y desnudan nuestros egoísmos y parcialidades con mucha facilidad. ¿Quién puede aguantar la mirada de Dios cuando siente que llega hasta el fondo de su alma? 

Leemos en el Evangelio que cuando el Señor se puso a predicar e instruir a sus discípulos sobre el Misterio de su cuerpo dado a nosotros como alimento, y la necesidad de participar en sus sufrimientos, algunos dijeron: «Este modo de hablar es duro» y muchos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Mas, cuando Jesús preguntó a sus discípulos si también ellos querían marcharse, contestaron. «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tu tienes palabras de vida eterna». 

Igualmente os digo, hermanos, que, hoy en día, también para algunos las palabras de Jesús son «espíritu y vida» y caminan en pos de él. Pero a otros les parecen duras, de tal manera que buscan en otra parte una miserable consolación. En efecto «la Sabiduría alza su voz por las plazas» (Pr 1,20), y con más precisión aún «espacioso es el camino que lleva a la perdición» (Mt 7,13) para llamar a aquellos que se han comprometido con él. «Durante cuarenta años –dice un salmo-estando cerca de ellos, aquella generación me asqueó y dije: es un pueblo de corazón extraviado» (94,10). «Dios ha hablado una vez» (Sl 61,12): una vez, sí, porque su Palabra es única, ininterrumpida y perpetua. Ella invita a los pecadores a que entren en su propio corazón, puesto que es allí que él habita, allí que les habla. (San Bernardo, Sermones diversos nº 5) 

Las mismas palabras que causan dolor a unos, son las que da esperanza a otros. Las mismas palabras de desnudan el egoísmo de unos, llena de confianza a otros. ¿Qué sucede en aquellos que se alejan de la Luz de la palabra del Señor? Todos nosotros tememos aquella medicina que nos sana y lo hacemos porque toda sanación pasa por la humildad y el dolor. Humildad que permite sabernos incapaces, limitados y dependientes de Cristo. El dolor, que proviene de negarnos a nosotros mismos y tomar nuestra cruz personal. 

Hoy en día nos ofrecen soluciones que no necesitan de nuestra humildad y anonadamiento. Son soluciones falsas, ya que no pasan por esperar de Dios la transformación que necesitamos. Son soluciones que utilizan la semántica y las apariencias para conseguir lo imposible. ¿Qué ejemplo podemos poner? Hay uno muy actual: la separación de doctrina y práctica de la fe. Nos hablan que la doctrina nos muestra un ideal imposible de vivir, pero se olvidan de que existe algo que hacer que llegar a ese ideal sea posible: la Gracia de Dios. Cristo mismo lo dice en el pasaje evangélico del joven rico. Cuando los discípulos indican que es imposible cumplir las exigencias de Dios, Cristo les responde: 

Ellos se asombraban aun más, diciendo entre sí: ¿Quién, pues, podrá ser salvo? Entonces Jesús, mirándolos, dijo: Para los hombres es imposible, más para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios (Mc 10, 26-27) 

Cuando nos escudamos en que nadie puede ser bueno, estamos menospreciando el poder de la Gracia de Dios. Es evidente que con nuestras fuerzas no podemos llegar a cumplir idealmente la doctrina, pero con la Gracia de Dios nos acercaremos mucho. Alguna persona dirá que Cristo no nos pide llegar más lejos de lo que nuestra naturaleza nos permite. Es decir, si somos egoístas nunca podremos ser desprendidos. Estas personas olvidan que Cristo mismo nos dijo: Por tanto, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mc 5, 48). Cristo no nos pediría un imposible de forma tan clara. Si nos lo pide es que está dispuesto a donarnos la savia que permite que los sarmientos crezcan unidos a la vid. 

El gran reto actual es no quedarnos en la indiferencia y la aceptación pasiva de nuestros errores. Dios nos ofrece la santidad a cambio de que le demos un sí profundo y confiado. Ahí está la clave de todo.

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