Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

Soledad y comunidad


La soledad silente es hospedera de Dios, razón última de su necesidad. Más aún en estos tiempos en los que el bullicio y afán de novedad nos alejan, incluso, de nuestra propia personalidad... La contemplación de Dios da frutos insospechados porque es Dios el que obra.

por José Alberto Ferrari

Opinión

“Detrás de la comunidad, la soledad; detrás de las palabras, el silencio; detrás de la decisión, la serenidad”. Romano Guardini.

La realidad es inagotable y siempre hay un “detrás” que sugiere misterio, alimenta el asombro y nos invita a una constante reflexión. Cualquier puesta en escena exitosa tiene, inicialmente, horas y horas de trabajo detrás de telón; justamente, se pone en escena lo que se amasó detrás. Lanzarse a lo segundo sin lo primero es un arrojo estúpido y superficial, es precipitarse al fracaso. Algo de esto avisó Guardini en su octava carta sobre autoformación a los jóvenes católicos alemanes y, por extensión, a las distintas comunidades que hoy integran nuestra Iglesia. Para quienes pertenecen o dirigen grupos apostólicos de esta índole, vale repensar estas cuestiones a fin de que la buena intención apostólica no se vea frustrada por falta de interioridad, ese detrás de escena que contiene e inaugura toda evangelización fecunda.
 
Sabemos que en la charlatanería no cabe la palabra porque no ha existido el silencio; lo mismo en una comunidad insustancial: no cabe el hombre, porque no ha existido la soledad. Y a esta verdad quisiéramos referirnos. Si el hombre no se encuentra en su soledad tampoco hallará a los hermanos en su comunidad. Conócete a ti mismo, enseñaba Sócrates sin cesar. ¿Y dónde aprehender nuestra identidad sino en soledad, allí donde habitan a un mismo tiempo el silencio y la serenidad? Eso sí, debe ser una soledad metafísica que no sólo eluda la compañía exterior sino, sobre todo, las malas compañías del interior que acaban por dispersarnos. Soledad que es cuna de encuentro consigo mismo y con la totalidad del mundo cuando hemos reconocido su valor y hemos aprendido a vivir en ella. Solamente el hombre que se conoce y (porque se conoce) se gobierna a sí mismo, es capaz de donarse a los demás. Sin donación no puede haber comunidad cristiana, porque se ha depuesto al amor.
 
“Se le nota a un hombre si la soledad está detrás de él”, escribe Guardini. Por lo mismo, se le nota a una comunidad si está constituida y dirigida por hombres solitarios. Porque soledad significa hondura, es un huir “hacia dentro”. Desde sus profundas raíces surgirá el amor fraterno –así como la palabra esencial, la decisión prudente y la oración–. Allí nos aguardan los destinos de Dios que no vemos entre la muchedumbre, las disputas y opiniones agitadas. Allí se nos concederá el verdadero rostro de una auténtica comunión; capaz de atender el alma de los miembros de una comunidad por sobre todo deseo de organización, actividad apostólica, propaganda, solvencia económica, cantidad de adeptos, imagen social y cualquier otro objetivo que secunde el tesoro espiritual de un alma unida a Dios. Es preciso alertarnos de estas desviaciones, tropelías de superficie, que pueden convertirnos más en “gestores de actividades decentes” que en verdaderos apóstoles de Jesucristo; más llamativos a los ojos del mundo y, quizás, más opacos y fríos a los ojos de Dios. Mucho ruido y pocas nueces, dirá el refranero.
 
La soledad silente es hospedera de Dios, razón última de su necesidad. Más aún en estos tiempos en los que el bullicio y afán de novedad nos alejan, incluso, de nuestra propia personalidad. Los lazos humanos se cortan fácilmente si no se han trenzado primero en la intimidad de cada corazón. Son como esas acciones humanas que les sobra cálculo y les falta contemplación: no tienen raíces… mucho menos, darán frutos. La contemplación de Dios da frutos insospechados porque es Dios el que obra –“todas nuestras obras las realizas Tú” (Is 24, 12), dice el Profeta–. Y la soledad también da frutos de comunidad, porque allí encontramos al Señor y con Él todos los bienes. Basta mirar buenos monasterios, no tanto para detenerse en sus frutos de verdad sino para aprender de su agraciada, intensa y enriquecedora vida comunitaria…
 
Asentado este presupuesto esencial, uno comienza a atender a los demás por sobre sí y se dispone a dar más que a recibir. (Me refiero sólo a una disposición del alma, pues comprendo que nadie da lo que no tiene. Es decir, siempre y necesariamente debe ser más lo que se recibe que lo que se da… y eso que se da, se da por “rebalse”. Así, metafóricamente, me lo explicaba un monje amigo.) Es entonces cuando nace la comunidad genuina. En el mismo instante en que el hombre decide dar sin recompensa, como si se desvaneciera un hechizo, él mismo se ve favorecido por dones inusitados. Así la comunidad crece, se afianza y se convierte toda ella en escuela de virtud y predicación. Por eso soledad y comunidad se implican mutuamente y ambas son nutrientes de una vida apostólica comprometida.
 
Quien vive la soledad, aprende a vivir en comunidad. Me refiero a aquella soledad sincera y buscada que nos edifica; no la soledad engañosa del huraño que constriñe su alma y se destierra del prójimo por autosuficiencia, comodidad o qué sé yo qué defectos. El hombre religioso, maduro y cabal, es el que vive la soledad y la comunidad como dos realidades que debe transitar en su itinerario espiritual. Por la soledad pensante y orante de sus miembros, la comunidad se verá enriquecida en su constitución y en cuanta labor le toque llevar adelante.
 
Pero no es fácil vivir en comunidad. Bien sabemos cuánto nos obliga y cuan incómodo resulta sobrellevar el aguijón del egoísmo y la soberbia. Realidad por demás demostrada al presenciar la perdición o deformación de tantas comunidades o grupos apostólicos que se han diluido en su hacer irreflexivo, en sus relaciones viciadas o en ideales ahogados por “los afanes del mundo, el engaño de las riquezas y demás concupiscencias…” (Mc IV, 19). Tal vez, los hombres que ansían una comunidad –religiosa, política, cultural– sin abrevar lo suficiente en soledad, son los sembrados entre abrojos. Abrojos que ahogan la Palabra y que no supieron quitar a su debido tiempo.

Debemos velar por la comunidad a la que pertenecemos. Y eso significa disponerse para el servicio, responsabilizarse de las tareas encomendadas, corregir y dejarse corregir fraternalmente. Es saber obedecer y mandar, aprender y enseñar, perdonar y pedir perdón según lo indiquen las circunstancias. Es domeñar la lengua de toda insidia y es aceptar las miserias –o distintos modos de ser– del prójimo, permaneciendo en la paciencia y alegría de la paz. Esa paz de Dios que es el mismo Dios poseído en la tierra por la gracia, como escribe San Ambrosio.
 
¿Cómo obrar de esta forma –entrelazando ánimos, edades e historias de vida tan distintas– conociendo y padeciendo nuestro orgullo y pecado? ¿Cómo trabajar unidos para forjar una comunidad probada que se transforme en instrumento poderoso de evangelización y de nuestra propia salvación? Ampliando nuestra idea, dirigiéndome ahora hacia los pormenores de una edificación resistente, se me ocurren dos elementos que pueden sernos de mucha ayuda. Primero, cimentando la comunidad sobre una amistad fiel y veraz. En otra de sus cartas, sugiere el mismo Guardini: “La mejor comunidad es la de los verdaderos amigos y camaradas”. La amistad es terruño propicio y labrado para fundar una comunidad sólida sobre la roca firme del vero amor, “ceñidor de la unidad consumada” (Col 3, 14). Todo lo que mentábamos arriba (corrección, enseñanza, paciencia, etc.) resulta más fácil entre amigos, se allanan los caminos de la concordia.
 
El segundo elemento: la lectura atenta e incesante de las cartas de San Pablo. Escuchar todas las enseñanzas, exhortaciones, consejos, normas y reprensiones del Apóstol a las primeras comunidades cristianas es guía infalible para el criterio y proceder de toda nueva comunidad católica. Sus palabras, tan encendidas y preclaras, revitalizarán el ánimo, renovarán el sentido de nuestra vocación. Así, el apostolado será un desbordamiento luminoso de Cristo Jesús en el corazón humano; y la comunidad será –como lo fue entonces– una vívida demostración del amor cristiano al mundo pagano que nos toca atravesar.
 
“Si spiritu vivimos, spiritu et ambulemos” (Gal 5, 25).
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