Viernes, 29 de marzo de 2024

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Sobre el suicidio I

por Manuel Morillo

Como enseña un gran pensador, maldito, cuando se trata el tema se han de considerar diversas cuestiones, entre ellas las tipificaciones y clasificaciones del suicidio, las consideraciones legales, las seudojustificaciones, las metodologías, la etiología y las tipologías del suicidio.

También hacer una valoración moral y tratar los casos especiales de la huelga de hambre, la puesta der la vida en riesgo por los demás, el duelo y el sacrificio de la vida, que ¿son suicidos o sacrificios de la vida por los demás?

 
Por último busca una terapia al suicidio.
 


 

En la actualidad se habla del llamado derecho a morir y del derecho de darse uno la muerte a sí mismo. Este "se ipsum occidere" no es otra cosa que el suicidio, y del suicidio nos vamos a ocupar, acercándonos al tema con una doble preocupación: la que nace de la confusión conceptual, que obliga a una diferenciación, no siempre clara, entre lo que es suicidio y lo que realmente no lo es, y la que produce una cierta atracción entre curiosa y morbosa por los suicidios: alarmantes, por su número creciente, y llamativos, por las personalidades destacadas, en uno u otro campo, que lo eligieron para terminar con sus vidas, desde Sócrates a Arthur Kostler, desde Cleopatra a Alfonsina Storni, desde Seneca a Ganivet, desde Aníbal a Hitler, desde Saúl (2 Sam, 1, 4) a Judas (Mt 27, 5).

En España, la estadística de los suicidios comenzó a llevarse con carácter oficial a partir de la R. O. de 8 de septiembre de 1906. Antes, Bernardo de Quirós ("El suicidio en España", en "Alrededor del delito y de la pena". Madrid, 1904) nos ofreció un estudio en el que registraba, para el año 1895, 225 suicidios. Su número llegó, en 1912,-a 1.596, y en 1940, a 2.458. la escala descendió a 1.629 suicidios en 1970, alcanzando, según la Fiscalía del Estado, en el año 1983, la cifra de 25.000, lo que supone que en España, de no haber disminuido el número -y creemos que ha aumentado-, hay siete suicidios por día.

Estamos, pues, no sólo ante un hecho insólito- pues el hombre es el único animal que se suicida (el escorpión no se suicida, sino que, en estado de tensión, se clava su propio dardo). Dice Alejandro Llano que "sólo el hombre puede decir que no a su propia existencia". Ve Colegio Mayor Zurbarán, "La ciencia al encuentro de la vida humana", Edit. Boscat, Madrid, 1984, pág. 93; Ve Balmes: "Etica", "Obras Completas", II, pág. 254)-, utilizando el suicidio como "ars moriendi", sino ante una verdadera plaga que obliga a enfrentarse con el hecho en todas sus perspectivas y dimensiones, planteando "ab initio" los diversos problemas que su enfoque y estudio suscita.

En primer lugar, surge la cuestión de si debemos hablar de suicidio o de suicidios.

La pregunta tiene una densidad que no se vislumbra a primera vista, y tal es la densidad de la pregunta que su respuesta bifurca la consideración del suicidio como un fenómeno individual o como un fenómeno social. Si hablamos de suicidios, pluralizando, el enfoque habrá que hacerlo sobre los casos individuales, distintos y heterogéneos, cuya última identidad se hallaría tan sólo en el "se ipsum occidere".

Si hablamos de suicidio, singularizando, lo importante sería no la consideración de los casos personales, por sugestivos que sean, sino el clima que ha hecho posible que el "se ipsum occidere" se manifieste en la prolijidad de su casuismo. La primera corriente, llamada individualista, y cuyo primer mantenedor fue Morselli ("Il suicidio", Milán, 1879), la ha expuesto con exactitud Ciorán, definiendo el suicidio como "el acto individual por excelencia".

La segunda corriente, llamada sociológica, fue defendida por Durkheim ("El suicidio". Trad. asp., Edit. Reus, Madrid, 1928), para el cual el suicidio es un fenómeno de patología comunitaria, que se hace visible, al romperse el equilibrio social, a través de factores suicidógenos, que inciden y empujan a la muerte a personas concretas.

Si el suicidio fuera una enfermedad, la cuestión sería ésta: ¿quién es el enfermo, el hombre-suicida o la sociedad-suicidógena?

Pero ¿no habrá algo más que una controversia entre lo individual y lo social en el tema del suicidio?

Para nosotros es evidente que, siendo el suicidio algo estrictamente personal, los factores que al romper la ecología comunitaria inciden patológicamente en el hombre no pueden ser olvidados o desconocidos, pero jamás pueden alcanzar la intensidad necesaria para convertir el suicidio en un acto obligado.

Ahora bien, tanto en la persona como en la sociedad gravita otro factor distinto.

Ese factor es, a ambas escalas, el concepto que se tenga de la vida. Tan es así, que frente al suicidio no es posible, como ha dicho Ferri ("Homicidio-Suicidio". Trad. asp., Edit. Reus, Madrid, 1934, pág. 268), la discusión entre positivistas y "ius-naturalistas".

Para los primeros, el suicidio, aun siendo una desgracia, es un hecho natural, puesto que se da en la naturaleza, y no puede ser calificado de inmoral, sino de lícito. Olvidan los positivistas que lo natural no puede confundirse con lo normal o ajustado a la recta razón, y que lo anormal y no ajustado a la recta razón, aunque se produce en la naturaleza, es contrario a su ordenamiento.

De otro lado, el suicidio, en cuanto es una evasión de los deberes sociales, implica una ilicitud por huida, como lo supone la deserción en el Ejército .

Pero lo que hay que destacar aquí, desde nuestra posición cristiana y "ius-naturalista", es que, como ha señalado Balmes (ob. cit., págs. 253 y s.), "la inmoralidad del suicidio... está en que el hombre perturba el orden natural destruyendo una cosa (la vida) sobre la cual no tiene dominio". "El suicida -agrega Balmes- o ha de negar la inmortalidad del alma o comete la mayor de las locuras. Si se atiene a lo primero, afirmando que después de la vida no hay nada, el suicidio no se excusa, pero se comprende. Pero si el suicida conserva no diré la seguridad, pero siquiera la más leve duda sobre la existencia de otra vida, ¿cómo se explica tamaña temeridad? Al presentarse delante de su Creador, en el mundo de la eternidad, ¿qué podrá responder si le dice: quién te ha llamado aquí?, ¿quién te ha dicho que estaba terminada tu carrera en la tierra?"

La incidencia del factor religioso es, por consiguiente, fundamental en el tema del suicidio, y ello tanto en la esfera de la persona como en la esfera de la sociedad. Una sociedad secularizada , en la que las vivencias y prácticas religiosas se olvidan o combaten, hace decrecer la religiosidad de los ciudadanos y su creencia en la inmortalidad del alma. Por eso los suicidios crecen conforme la sociedad se separa de Dios Si Dios no existe, podríamos concluir con Dostoievski, todo es lícito.

Sentado esto, ¿podrá afirmarse que el suicida es un demente? También aquí las posturas difieren, pues mientras un grupo de biólogos considera que en todo caso el suicida nace y no se hace, y es un perturbado mental, al menos con carácter transitorio en el momento de cometerlo, víctima de una tara genética o hereditaria, otros entienden que esta generalización es insostenible y que, por el contrario, el suicidio suele realizarse en un estado de "insoportable lucidez mental".

El problema envuelve, como es lógico, el de la responsabilidad moral del suicida, y, en todo caso, exige un examen cuidadoso del hecho, pues, como ha señalado Royo Villanova, "hay suicidios llevados a cabo con toda calma, como la conclusión lógica de un frío razonamiento".

Por su parte, Joan Estruch y Salvador Cardus ("Los suicidios", Herder, Barcelona, 1982, pág. 140) escriben que "el suicidio raras veces es el fruto de una conducta impulsiva (siendo más bien el resultado), de una decisión largamente meditada y elaborada hasta en sus mínimos detalles de ejecución".

La verdad es que se suicidan sanos y enfermos, dementes y no dementes, que la estadística nos ofrece tan sólo de un 10 a un 20 por 100 de suicidas locos, y que, aun pudiendo existir un "síndrome presuicida", el suicidio puede ser evitado.

Las penas eclesiásticas contempladas para los suicidas ponen de relieve que no todo suicida es un demente irresponsable de su autodestrucción.

En todo caso, lo que conviene, en evitación de dudas, es, en la medida de lo posible, precisar los conceptos y delimitar el de suicidio, distinguiéndolo del sacrificio de la vida y del riesgo a que la propia vida se expone en determinados supuestos.

Habrá que distinguir, pues, entre "se ipsum occidere", "sacrificum vitae" y "vita ponere periculo gravi".

II

El suicidio, para ser calificado como tal, exige dos requisitos, a saber:

1 ) que la muerte sea voluntariamente querida "in se", y
2) que se tenga el propósito de quitársela uno mismo, directamente, por acción u omisión.
 
Si falta uno de estos dos requisitos, no estamos en presencia de un suicida.

Y no lo estamos porque si falta la voluntad de suicidarse, como ocurre en el caso de enajenación mental, el acto no es libre, sino mecánico, y mal puede calificarse de suicida al que no sabe y, por tanto, no quiere lo que hace.

En el segundo supuesto, cuando no hay voluntad directa de quitarse la vida por acción u omisión, pero de la misma se sigue como consecuencia inevitable o probable de una conducta determinada, estaremos en presencia del "sacrificium vitae" o del "vita ponere periculo gravi".

Para que las cosas queden aún más claras conviene señalar la diferencia que existe entre lo que se llama "sui occisio propia auctoritate facto voluntaria in se, seu directa actione vel intentione", que no es lícita en ningún caso, y la "sui occisio propia auctoritate facto, voluntaria in causa, seu indirecta actio sic et intentione", la cual puede ser lícita en circunstancias concretas.

La acción, pues, para que pueda calificarse de suicida ha de ser querida para producir la muerte, ya por su propia naturaleza, "ex opera operate" (dispararse una pistola en la sien); ya por propia intención o designio, "ex opera operantis" (negarse a tomar alimento).

En síntesis, si no hay voluntad de quitarse la vida la ausencia de voluntad hace que estemos no ante un caso de suicidio, sino de alienación; si no hay voluntad de quitarse directamente la vida no estamos tampoco ante un caso de suicidio, sino de "sacrificium vitae" o de "vita ponere periculo gravi".

Precisado el concepto de suicidio, las posturas que se adoptan van desde su condenación explícita hasta su apología, desde la proclamación del suicidio libre, a partir del derecho de disponer de la propia vida, hasta el suicidio reglado o autorizado por los poderes públicos.

El suicidio libre lo pidió Seneca al decir: "malus est in necesitate vivere, sed in neccesitate vivere nulla neccesitas est".

Jaspers, en tiempo más reciente, ha proclamado que "el suicidio atestigua la elevada dignidad del hombre y es un signo de su libertad".

Y Jacques Attali, consejero de Mitterrand, ha escrito que "el derecho al suicidio es un valor absoluto en una sociedad socialista".

El suicidio reglado lo contempló Santo Tomás Moro en su "Utopía" para los casos de enfermedad incurable y dolorosa, previa autorización del magistrado y de los sacerdotes, y lo admitió Atenas con autorización del Senado.

La verdad es que el suicidio, en líneas generales, ha merecido repulsa no desligada de un sentimiento de compasión.

En el campo jurídico, el tratamiento del suicidio en las legislaciones modernas actúa o bien castigando tan sólo la instigación o cooperación al suicidio, como lo hacía el antiguo Código Penal español en su art. 409, o bien tipificando, además, su tentativa y frustración, como lo hacen las legislaciones anglosajonas.

La Revolución francesa, rompiendo con el derecho histórico, eliminó el suicidio de la lista de los crímenes, prohibiendo las sanciones que el propio Santo Tomás recuerda en sus Comentarios a la "Etica nicomaquea", y que consistían en arrastrar el cadáver del suicida y enterrarlo sin ningún género de ceremonia.

Esta costumbre, que perduró en Inglaterra hasta 1823, iba acompañada, en los textos legales, de otras medidas, tales como la nulidad del testamento y la adjudicación de los bienes a la Corona.

En cualquier caso, la supresión del suicidio como figura delictiva no se ha entendido jamás ni como reconocimiento de un derecho al mismo ni siquiera como permiso legal tácito -ya que no se prohíbe- para cometerlo.

A tal fin, se argumenta que la supresión se debe a que resulta absurdo sancionar a un cadáver o a la familia del que se ha suicidado; y que la ausencia de tal derecho se funda en que toda relación jurídica supone la existencia de un sujeto y un objeto, y que en el suicidio ambos se confundirían (Sent. 12XII-1944); que si tal derecho existiera, el suicida estaría facultado -y no lo está- para exigir que todos respetasen su decisión, oponiéndose a quienes trataran de impedirle su ejercicio; que, precisamente porque no existe tal derecho, hay personas que, por razón de oficio o ministerio, están obligadas a evitar que el suicida cumpla su propósito; y que el deber de conservar la vida esfuma cualquier posible derecho a disponer de ella, como lo ponen de relieve la legítima defensa, que para preservar la propia destruye la ajena, y la ilicitud de la autoaplicación de la pena capital por el que ha sido condenado a ella.

Esta repulsa social con respecto al suicidio se pone de relieve en el Canto XIII, de "El infierno", de la "Divina comedia".

Dante representa las almas de los suicidas encerradas en troncos de árboles, y cuando una de ellas responde a la pregunta que interroga sobre la razón de ese encierro contesta: "Cuando el alma feroz sale del cuerpo, de donde se ha arrancado ella misma, que en la selva sin que tenga destinado sitio fijo, y allí donde la lanza la fortuna, germina. Brota primero como un retoño, luego se transforma en planta silvestre y las arpías, al devorar sus hojas, le causan dolor y abren paso para que el dolor exhale. Como las demás almas -concluye Dante su relato-, iremos a recoger nuestros despojos, pero sin que ninguna de nosotras pueda revestirse con ellos, porque no sería justo recobrar lo que uno se ha quitado voluntariamente. Los arrastraremos hasta aquí, y en este lúgubre bosque estará cada uno de nuestros cuerpos suspendido en el mismo árbol donde sufre tormento su alma."

Ello no obstante, el suicidio se ha tratado de explicar y aun de justificar desde muy distintos puntos de vista, unos de carácter ateo y otros de tipo religioso y hasta cristiano, aun cuando se trate de desviaciones heréticas del cristianismo. A tales intentos de explicación y justificación aludía Juan Pablo II en "Salvificis Doloris", al referirse a las "tradiciones culturales y religiosas que creen que la existencia es un mal del que es precise liberarse". Trataremos de exponer en síntesis estos puntos de vista:

a) Teoría del error: Para Jacques Moned, el famoso premio Nobel, el hombre es el producto de un error cósmico. Vivir en el error, saberse uno mismo un error, es algo angustioso e insufrible. Por eso conviene terminar con el error destruyéndose uno a sí mismo. En la misma línea de pensamiento se mueve Albert Camus, cuando, conforme a su opinión sobre el absurdo e insensatez de la existencia, escribe: "Suicidarse será confesar que la vida debiera tener un sentido, que se ha descubierto que no lo tiene y que, por consiguiente, se renuncia a ella."

b) Teoría de los deseos: Para Freud y sus discípulos, en el hombre combaten, con un determinismo evidente, dos tipos de pulsaciones instintivas: unas en favor de la vida que nacen del instinto de conservación, y otras en favor dé la muerte ("Todestrieben"), que nacen del instinto de autodestrucción. Cuando las segundas son más poderosas que las primeras, el suicidio es inevitable, y en cada suicidio puede percibirse la actuación convergente de tres pulsaciones negativas, provocadas: por el deseo de morir, por el deseo de matar y por el deseo de matarse, que a veces se comporta como un sucedáneo supletorio de aquéllos.

c) Teoría del todo colectivo: Para quienes, al margen de todo planteamiento religioso, el hombre se identifica con el cero y el partido con el infinito, como quería Arthur Kostler, o para quienes, con una visión más amplia, desde una consideración cuantitativa y no cualitativa, el valor del hombre se halla sólo en función del pueblo a que pertenece, el suicidio quedará justificado tan pronto como el hombre llegue a la convicción de que su vida es una cargo o un estorbo para el partido o para el pueblo.

d) Teoría de la existencia sin esencia: Para aquellos que estimen la existencia como un paso circunstancial entre la nada del comienzo y la nada del fin, el proceso de nadificación o retorno a la nada es deseable cuando la existencia, por cualquier motive, se hace insufrible. Todas las filosofías de la tristeza, como la de Schopenhauer, o de la pasión inútil, como la de Sartre, sugieren el suicidio como solución, apelando a la vieja fórmula "mars omnia solvet". Federico Nietzsche, con su tesis nihilista, denunciando la situación catastrófica de la cultura europea, puso el énfasis en la irrupción de la nada en la existencia, irrupción que produjo, con el vacío espiritual, un pesimismo descorazonador y angustioso. Resumiendo la concepción aniquiladora, Heinrich Fries ("El nihilismo", Edit. Herder, Barcelona, 1967, pág. 77) habla de las cuatro grandes desilusiones: de la existencia propia, a la que se creía con un destino; del hombre, al que se creía grande; del mundo, al que se creía paraíso, y de la Historia, a la que se creía en progreso. Cicerón, en la epístola a Macedonio, habla del "puerto del no sentir". El Hades es la nada, decía ya Euripides en su "Ifigenia". Retornar, pues, a la nada, al vacío de donde se precede, es alcanzar el paraíso del no ser, del no existir, aunque en el fondo, la paz, la quietud y el descanso vuluptuoso que busca el suicida sean una realidad que, como decía San Agustín ("Del libre albedrío", libro III, cap. 8, núms. 22 y 23), no pueden confundirse con la nada.

e) Teoría de la sustancia única: Arranca esta teoría del panteísmo, propio de algunas religiones orientales y, en especial, del budismo y del jainismo. Si en la teoría que acabamos de exponer la existencia juega con la esencia, aquí es la esencia la que se proyecta como por irradiación o, si acaso, como protuberancia o desprendimiento en la existencia. Por eso, si en aquélla el suicidio es un retorno a la nada, en la teoría que ahora examinamos es un refugio en el "nirvana" de la plenitud o de la sustancia única, quedando embebido el suicida, al despersonalizarse, en el ser inmanente. El alma de cada hombre, por el suicidio, tal y como lo practicó Buda, vuelve y se disuelve -como el trozo de hielo que flota en el agua- en el alma universal.

f) Teoría de la inmortalidad: Esta teoría puede resumirse diciendo que reduce las postrimerías a dos, la muerte y la gloria, prescindiendo del juicio y del infierno. El suicida, que rechaza la nadificación del nihilismo y la disolución en la sustancia universal, y cree en la permanencia de su "yo" individualizado más allá de la destrucción física que supone la muerte, estima que ésta es el único obstáculo que le separa, cualquiera que haya sido su conducta, de la inmortalidad feliz. El suicida por la inmortalidad, aunque desespera de esta vida, no desespera de la futura, y así Baudelaire, siguiendo a Platón ("Fedón", 80, 1), escribía: "Me mate porque me creo inmortal, y porque espero." El suicidio por la inmortalidad, con apresuramiento confuso y equivocado, pretende, desgajándose de la vida, alcanzar la vida del ser trascendente o gozar, como decían los celtas españoles, de las delicias de la mansión eterna.

g) Teoría de la salvación: Se trata de un punto de vista cristiano, pero herético. La sostuvieron y practicaron los donatistas, partiendo de una interpretación restrictiva del "no matarás", que estimaban como mandamiento transitivo, que prohíbe tan sólo matar a otros, y no intransitivo, que permite por ello, y en determinadas circunstancias, darse uno muerte a sí mismo. Tales circunstancias concurren, según el criterio donatista, cuando se realiza el suicidio obedeciendo al Redentor, que dijo: "El que odia su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna" (Juan, 12, 25), o cuando con caridad, es decir, por amor a Dios, y con el deseo de gozar de su presencia, el suicida entrega su cuerpo a las llamas (como "a sensu contrario" parece admitir San Pablo, 1 Cor., 13, 3).

Claro está que el suicidio donatista para alcanzar la salvación, e incluso para no seguir pecando, es una interpretación aberrante del cristianismo. En efecto, el que se mata a sí mismo mata y no sólo mata a un hombre, porque el suicida es un hombre, sino que mata con malicia especial, pues si la malicia del crimen aumenta conforme crece la vinculación con la víctima, nadie más allegado al suicida que él mismo.

Por otro lado, las palabras de Cristo que recuerda San Juan aluden al sacrificio de la vida, como veremos más tarde, y jamás al suicidio, y la alusión a la caridad, según el texto de San Pablo, tampoco permite convertir al suicida en mártir. San Agustín, en su epístola a Donato (núm. 5), recriminándole, escribe: "Repara con diligencia y mira cómo la Escritura no dice que el sujeto se arroje al fuego..., sino que cuando se le propone hacer algún mal elija entonces no hacer el mal, y antes bien padecerlo. Los tres mancebos rehusaron adorar al ídolo, pero no se precipitaron ellos al fuego, sino que fueron arrojados a él" (véase Daniel, 3, 12 y s.).

Como el propio San Agustín ("De Civitate Dei", libro I, cap. XXVII) argumenta, si los donatistas tuvieran razón habría que indicar a los hombres que la más propicia ocasión de matarse sería luego de recibir el bautismo, por hallarse entonces libre de todo pecado. Si fuera posible, asegura el obispo de Hipona, que hubiera alguna causa justa para matarse voluntariamente, sin duda que no habría otra más justa que ésta. Ahora bien, puesto que ésta no lo es, no hay ninguna que justifique el suicidio.

Por su parte, Santo Tomás, en la "Summa" (2-2, q. 64, at. V, B. A. C., vol. VIII, pág. 441), dice que "el tránsito de esta vida a otra más feliz no está sujeto al libre albedrío del hombre, sino a la potestad divina, y por esta razón no es lícito al hombre darse muerte para pasar a otra vida más dichosa".

Nadie, como no sea por ignorancia o locura, ha escrito el doctor Díaz Vecilla, utiliza el suicidio para el logro de la inmortalidad feliz, pues el suicidio es el medio más seguro para perderla, por ser el mayor de los pecados y no tener tiempo para arrepentirse.

Conocidos los puntos de vista que pretenden explicar o justificar el suicidio, parece lógico que nos ocupemos ahora de su metodología, es decir, de cómo se suicida el hombre; de su etiología, es decir, del porqué o de las causas que lo provocan y de su tipología, es decir, de la distinta configuración del suicidio.

Metodología del suicidio: El hombre se suicida de muy diversos modos. Legrand, en su "Tratado de medicina legal" (trad. asp., Madrid, 1898, 2 a edic., tomo II, pág. 489), enumera los siguientes métodos: por suspensión, sofocación, estrangulamiento, inmersión, asfixia, envenenamiento, precipitación y utilización de instrumentos cortantes y punzantes o de armas de fuego.

Balmes (Obras completes, Barcelona, vol. IV, pág., 307), que se ocupó con algún detenimiento del suicidio, imagina al mundo ofreciendo al suicida para realizarlo: el mar, un alto picacho, los puñales, el veneno, el dogal, las armas de fuego y el humo del carbón.

Pero tanto Legrand como Balmes, no podían prever la metodología moderna del suicidio, que consiste en el recurso a la droga, desde la marihuana a la heroína. Son estas drogas alucinógenas las que producen, como ha señalado Enrique Valcarce ("La teología moral en la historia de la salvación", Edit. "Studium", Madrid, 1958, t. II, pág. 272), un desvanecimiento del "yo", un estado alienante que conduce al suicidio y que se cumple con la administración de una sobredósis. La noticia sobrecogedora de drogadictos que se suicidan prueba que si el átomo al desintegrarse puede terminar con el mundo, la droga, al desintegrar al hombre, le lleva a su aniquilamiento y autodestrucción.

Etiología del suicidio.

Si la drogadicción es a un tiempo forma y causa del suicidio, las causas motivadoras son muy diversas: trastorno mental y neurasténico o locura rudimentaria con alucinaciones delirantes, sentido profundo de culpabilidad, melancolía maníaca depresiva, alcoholismo, miseria, desesperación provocada por el dolor físico o moral, por el fracaso en el amor, en el juego, en la política, en la actividad profesional, en exámenes y oposiciones.

Dejando aparte los casos de demencia, el suicidio suele realizarse para evitar el deshonor, como signo de protesta y rebeldía, como deseo cobarde de huida, como fruto de la desilusión total.

Junto a estas causas, cabe señalar otra curiosísima, que es la imitación, y que explica tanto los suicidios en cadena de tres soldados en una misma garita en tiempos de Napoleón, y de quince personas (según Durkheim, ob. cit., págs. 71 y 72, y según Legrand, ob. cit., pág. 397), de quince personas que en 1772 se ahorcaron en la puerta de los Inválidos, como los suicidios que se repiten en una familia, y que se deben más al contagio que a la fuerza coercitiva de una tara genética. El suicidio de Werther, el personaje literario de Goethe ("las cuitas del joven Werther"), produjo una ola de suicidios en toda Europa.

(Continúa en "Sobre el Suicidio II")

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