Jueves, 18 de abril de 2024

Religión en Libertad

Salvemos el matrimonio


Incluso en los matrimonios mejor avenidos hay enfrentamientos y diferencias. Los conflictos son inevitables, todos tenemos nuestro orgullo.

por Pedro Trevijano

Opinión

El domingo pasado, primer domingo de Cuaresma, leímos en la Misa el evangelio de las tentaciones. En él hay una frase del diablo que me parece es la gran tentación actual: «Si te postras delante de mi, todo será tuyo» (Lc 4,7). Lo que Satanás intenta es que le sirvamos a él, y no a Cristo, o si queremos decirlo de otra manera, que nos dejemos descristianizar y que no sea el amor a Dios, al prójimo y a mi mismo el motivo principal de mi existencia.
 
Una sociedad descristianizada es una sociedad sin amor y, por tanto, infeliz. Sólo en una sociedad que odia y se aparta de Dios, porque está bajo el influjo del príncipe de las tinieblas, se puede entender, que en estos momentos de crisis económica en el que las familias hacen de colchón e impiden que las consecuencias sea más graves de las que ya son, nos dediquemos a legislar contra el matrimonio y la familia con leyes como la del divorcio exprés o el aborto, que lo que intentan es destruir la estabilidad familiar, multiplicando las familias rotas, disminuyendo drásticamente el número de hijos, e impidiendo así que los hermanos puedan ser educadores de sus hermanos y aumentando exponencialmente el porcentaje de niños en familias deshechas, con las graves repercusiones que tiene para ellos.

Está claro que se puede objetar que la decisión de romper o no un matrimonio es de los propios cónyuges, pero el influjo del ambiente es indudable. Hay hoy multitud de hombres y mujeres fracasados en lo fundamental de sus vidas y que experimentan la ruptura del matrimonio como un proceso muy traumático que deja profundas heridas. El ámbito humano donde más hondamente resuena la crisis de valores es la familia.
 
En toda crisis hay que buscar causas individuales y sociales. Cuando casi la mitad de las separaciones y divorcios se producen en los dos primeros años del matrimonio, ello significa que entre las causas individuales están la impreparación y superficialidad con las que muchos jóvenes acceden al matrimonio, si es que deciden llegar a él, la no aceptación de los sacrificios que conlleva la vida conyugal y el que se resaltan más la unión física o el atractivo psíquico, y si éstos decaen, desaparece el motivo para mantener unida la familia y se produce su ruptura.
 
Pero también es cierto que no podemos quedarnos sólo con los aspectos negativos. Ante la magnitud de los problemas que nos vienen encima, hay muchos que, convencidos que siempre se puede hacer algo en cualquier situación, no sólo no tiran la toalla, sino que están dispuestos a dar batalla para ayudar a sus hermanos, porque eso es lo que les pide su fe cristiana. No hace mucho me decía un conocido periodista que, si hace cinco años nos hubiesen dicho que los medios de comunicación social católicos estarían hoy como están, nos hubiese parecido una versión demasiado optimista. También ante este problema del matrimonio no nos estamos quedando con los brazos cruzados y muchas diócesis tienen instituciones para ayudar a los matrimonios.
 
En la lucha a favor del matrimonio cristiano ha llegado estos días a mis manos un libro de un autor protestante americano, Eric Wilson, «A prueba de fuego», de Libros Libres, cuyo objetivo es ayudar a salvar matrimonios. Me lo leí de un tirón y cuenta la historia de un matrimonio fracasado en el que una de las partes decide hacer un último esfuerzo con la ayuda de un libro para salvar su matrimonio. Son consejos elementales, como «determínate a no decirle nada negativo a tu esposa. Si se presenta la tentación, opta por no decir nada», «el amor, en su acepción más pura, no se basa en la emoción del momento, sino en la determinación de actuar con consideración. Ten también un gesto de amabilidad», «todo aquello en lo que pongas tu tiempo, tu energía y tu dinero, tendrá mayor importancia para ti. Cómprale algo a tu esposa que indique que has estado pensando en ella».

Insiste también en que hay que evitar las faltas de respeto hacia la otra parte, como la visión de pornografía, y, desde luego, la oración es fundamental para mantener los buenos propósitos y conseguir la ayuda de Dios para mí y para la otra parte. No hay que olvidar además que con frecuencia nos pasamos la vida intentando que cambien los demás, pero no nosotros, sin tener en cuenta además que quien no sabe perdonar, es que no sabe amar. No nos olvidemos de la importancia que tienen la comprensión, la reconciliación y el perdón en todo el mensaje evangélico: «Dichosos los misericordiosos» (Mt 5,7); «misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9,13; 12,7); «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos han ofendido» (Mt 6,12).
 
Incluso en los matrimonios mejor avenidos hay enfrentamientos y diferencias. Los conflictos son inevitables, todos tenemos nuestro orgullo, no proviniendo la mayor parte de las dificultades para el entendimiento conyugal de una voluntad deliberada de hacer daño, sino de nuestra incapacidad de amor, perdón y comprensión. Amar es buscar el bien del otro. Para ello  hay que reconocer las propias equivocaciones, saber dar y recibir perdón, procurar no sacar la lista de agravios pasados y tratar de realizar lo que sabemos agrada al otro. En la vida cotidiana el amor debe dominar siempre y los esposos no deben terminar la jornada como enemigos: «Si os indignáis, no lleguéis a pecar, que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26), hoy diríamos no apagar la luz como enemigos. Si ha habido un choque, aunque no se pidan perdón es conveniente que haya un gesto, un signo o una frase que diga: «Aunque ahora estamos reñidos, seguimos queriéndonos». El problema se superará así mucho más fácilmente y el conflicto ha podido ser hasta positivo, porque de él surge un nuevo equilibrio, más adaptado a las circunstancias actuales y además ha sido ocasión de aprendizaje mutuo, de cambio a mejor y de conversión. Pero sobre todo no olvidemos la importancia que tiene que deje penetrar en mí a la gracia de Dios y actuar conforme a ella.
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